Chihuahua, Chih.
No lo puede ocultar.
El presidente López Obrador añora aquel régimen, -no el del neoliberalismo, que existe, según sus cuentas, desde Salinas de Gortari- sino al existente de cuando el presidente de México era Jefe de Estado, Jefe de Gobierno, Jefe de las Fuerzas Armadas y Jefe del Partido, así, con mayúsculas, porque en esos “gloriosos” años, por desventura ya idos, cuando se hablaba del partido sólo se podía referir al todopoderoso PRI.
¡Ah, y jefe de elecciones! El presidente, como era, además, el “Jefe de las instituciones nacionales” y, por ende, jefe del equipo encargado de efectuar las elecciones, el Secretario de Gobernación era el presidente del órgano electoral y los presidentes de los Comités Seccionales del “Partido” eran, en las elecciones, los presidentes de las casillas de votación.
¡Ah, qué tiempos aquellos, señor Don Simón!
Eran los tiempos del “carro completo”, -el PRI ganaba de todas, todas las elecciones- y los candidatos a diputados federales competían a ver quien obtenía más votos, porque de ese modo tendrían más méritos ante el presidente para ser designado Jefe de la camada de diputados. En el camino -¿Porqué no?- de alcanzar la categoría de corcholata, en términos de la moderna 4T, pero que en los del arcaísmo al que nos referimos en la entrega de hoy, era el “tapado”.
Todo eso -y más- pretende el presidente López Obrador con su propuesta de reforma electoral.
Con un agravante. Prácticamente todas las reformas electorales -incluso la de principios de los 60’s del siglo pasado, que creó los “diputados de partido”- se pactaron con las fuerzas de oposición, fueran partidos registrados o no.
Bueno, en todas ellas, las izquierdas plantearon que se debería incluir la representación proporcional, sin duda la fórmula más avanzada de la democracia representativa.
El viejo régimen llegó al extremo -indudablemente presionado por lo ocurrido en toda la década previa- de efectuar una profunda reforma electoral en 1977-1978 que abrió el registro a varias organizaciones políticas, fundamentalmente al Partido Comunista Mexicano (PCM), que contendió, aliado con un conjunto de organizaciones de corte socialista que no contaban con registro electoral, bajo el nombre de Coalición de Izquierda.
Cuatro años después, bajo el emblema del Partido Socialista Unificado de México (PSUM) postularon a la presidencia al último dirigente del PCM, Arnoldo Martínez Verdugo, en cuyo mitin de cierre de campaña, el Zócalo de la CdMX recibió el orgulloso nombre de “Zócalo Rojo”, debido a que fue la primera ocasión, desde el movimiento de 1968, que las fuerzas de la izquierda realizaban un acto público ahí.
Con los años, ese esfuerzo unitario de la izquierda, junto con la escisión de los priistas encabezados por Cuauhtémoc Cárdenas, se transformó en el PRD, génesis de Morena.
En toda esa ruta política, hasta antes de Morena, la izquierda puso el acento en avanzar, como país, a un régimen parlamentario, en el que, por supuesto, el rasgo central es la representación proporcional de las fuerzas políticas en el Parlamento.
Avanzar en esa ruta implicaba, también, acotar, hasta donde fuera posible, el asfixiante presidencialismo, que ahogaba por momentos al país y al que se intentó crearle contrapesos y limitantes con los organismos autónomos, para restarle capacidad de maniobra presupuestaria, que no solamente usaba para “premiar” y castigar a los gobernantes locales, sino, también, y de manera totalmente abusiva, para ganar elecciones.
Muchos imaginamos que a la llegada de la izquierda a la presidencia de la república se iniciaría un venturoso camino de la desarticulación del presidencialismo, del fortalecimiento de las organizaciones democráticas de la sociedad civil y de los organismos autónomos; del abandono del acaparamiento del poder por el titular del Poder Ejecutivo para dar pie, por vez primera en la historia nacional, a la verdadera división de poderes y, piedra fundamental del desarrollo democrático del país, a sentar las bases de un régimen parlamentario, si se quiere todavía presidencial, pero al fin y al cabo en esa orientación.
¡Ah, y por supuesto el fortalecimiento de la transparencia en el ejercicio del presupuesto, a través del reforzamiento de la participación ciudadana en la vigilancia y fiscalización del quehacer gubernamental, como ejes de la cruzada anticorrupción que necesariamente deberemos hacer!
Pero la llegada de López Obrador a la presidencia ha significado lo contrario a todo lo anterior.
El colmo es su propuesta de reforma electoral.
Ya la quisieran todos los expresidentes de los “tiempos gloriosos” del pasado priista, incluido el ahora reciclado y reputado “adalid de la patria”, Adolfo López Mateos.
Miren si no:
El presidente propone que los consejeros electorales sean elegidos por “el pueblo bueno y sabio”, de entre los candidatos que propongan, un tercio cada uno, los Poderes de la Unión.
Es decir, que él nombraría a los candidatos del Poder Ejecutivo y que, además, designaría a los candidatos que propondría el Poder Legislativo (¿Alguien lo duda, después de las inadmisibles órdenes que les ha enviado, de no cambiarles ni una coma a sus propuestas de leyes?).
Y a lo mejor, si convenciera a dos ministros no propuestos por él, el Poder Judicial también propondría candidatos al órgano electoral.
Así que si se aprobara la reforma electoral, la ciudadanía recibiría, para elegir a los consejeros electorales, puros candidatos propuestos por el presidente.
¡Chulada de máiz prieto!
Además, en contra de todas las tendencias modernas, las de la descentralización y la ciudadanización, López Obrador está proponiendo -en aras de una supuesta austeridad “republicana”- la monopolización de la conducción de todas las elecciones por el organismo electoral que él determinara.
¿Y también para eso designaría a Manuel Bartlett, al cabo que ya ven que éste hombre sí sabe hacer funcionar a los organismos y sistemas electorales? ¿Verdad, Carlos Salinas? ¿Verdad, Cuauhtémoc Cárdenas?
¡N’ombre! Pareciera que el ideólogo de la reforma electoral es el periodista Pedro Ferriz de Con. ¡Le hizo caso el presidente!
López Obrador pretende desaparecer, en los hechos, la representación proporcional en la integración del Poder Legislativo.
Eso significa su propuesta de que haya una lista de candidatos a diputados federales a elegir en cada estado. De ese modo, la fuerza hegemónica podría contar, no solo con mayoría absoluta (la mitad más uno), sino con mayoría calificada en prácticamente todas las entidades pues con esa propuesta el resto de las agrupaciones políticas no alcanzarían los rangos de representación proporcional a su implantación electoral.
Es una verdadera trampa.
La postura en contra de los legisladores de representación proporcional -RP- (coloquialmente denominados plurinominales) es de lo más atrasado políticamente, y la han enarbolado las fuerzas de la derecha.
¿Porqué no hacer una sola lista nacional, con RP pura? ¿Porqué no hacerlo de la misma manera en cada estado?
Y sobre los regidores ¿Po’s en qué país vive el presidente? Su propuesta llevaría a que en más de 50 municipios de Chihuahua el cabildo se integrara por el presidente, el síndico y ¡Un regidor!
La propuesta de reforma electoral lopezobradorista tiene como eje lo extremadamente costosa que es la democracia electoral mexicana.
Sí lo es. La actual legislación debiera sufrir modificaciones de fondo en ese sentido, pero no tienen razón los ataques en contra del INE.
Se quejan del organismo, mayoritariamente los miembros o seguidores de Morena, partido que ha ganado infinidad de espacios bajo la actual legislación sin los conflictos postelectorales y sin los fraudes del pasado
Deberán afinarse los mecanismos de elección de los consejeros nacionales, para evitar la partidización del órgano, de acuerdo, pero la ruta de AMLO no es, ni de lejos, la más idónea.
Deberían proceder de una discusión nacional y no solamente de la propuesta del partido en el gobierno, en caso de que la intención del presidente fuera, en realidad, la modificación de las normas y no, como parece ser, un argumento que le permitirá lanzarse contra la oposición, en una postura abiertamente electoral, para acusar a los partidos del viejo régimen de no querer “perder sus privilegios y seguir gastando el dinero público a manos llenas”.
Tiene razón parcialmente en ello.
Pero López Obrador sabe que su propuesta no prosperará pues necesita mayoría calificada.
Y si en la eléctrica podría argüirse que estaba en juego el futuro de la nación, de ahí los votos en uno y otro sentido, en el de la reforma electoral ¿Cómo cree el presidente que las cúpulas partidistas se van a dar un balazo en el pie?
Y ese cuestionamiento vale para todos los partidos, para todos; incluidos Morena y sus insignes aliados, ambos (PT y PVEM) con abundantes negros antecedentes en eso del dinero que les han entregado a lo largo de décadas.
¿Y Morena? ¿Se cuecen aparte? ¿De veras?
¿Y las millonarias multas y sanciones que les han impuesto por las irregularidades cometidas no solamente por la falta de informes acerca del dinero público recibido, sino también por la falta de información acerca de los financiamientos recibidos en precampañas y campañas electorales?
¿Es extremadamente costosa la democracia electoral mexicana? Claro que sí ya que la clase política se la vive ideando como eludir las normas electorales y cómo aprovechar el presupuesto público en favor de sus candidatos y partidos.
¿Cómo olvidar al Secretario de Gobernación de la 4T, en campaña electoral, casi con matraca en mano, a bordo del avión de la Guardia Nacional y amenazando con sacar con la “cola entre las patas a los consejeros electorales”?
¿O al presidente de Morena presumiendo que andaba llevando a ciudadanos a votar, en la comisión flagrante de un delito electoral? ¿O los mensajes a la ciudadanía que si no votaban por la ratificación de AMLO, los programas del bienestar desaparecerían?
¿Qué diferencia hay con las operaciones “tamal”, “menudo”, “ratón loco”, etc., de cuando el PRI maniobraba con ellos para ganar elecciones? ¿O de cuando engañaba diciendo que votar por el partido tricolor era votar “por la patria”?
¿Cómo no recordar que en 1982, con menos del 80% de los votos computados, el gobierno le acreditaba a la Coalición de Izquierda poco más de millón 100 mil votos y que, luego, el Secretario de Gobernación de entonces, ya con del 100% de los votos contados, le acreditó a esa misma Coalición poco menos de 900 mil votos por los candidatos de la izquierda?
¿Cómo olvidar a aquel otro secretario, también de gobernación, al que se le “cayó”, o se le “calló” el sistema en el fraude en contra de Cuauhtémoc Cárdenas y los candidatos del Frente Democrático Nacional de 1988?
¡Oh, cuánta fascinación por aquel pasado!
En aras de los costos han presentado esta propuesta electoral.
Es pura simulación. Desaparecer al actual INE, desaparecer a los órganos electorales locales y a los legisladores de RP; quitarles el dinero a los partidos, para que sólo tengan en las elecciones, es una regresión histórica.
La triste realidad es que no tenemos partidos insertados en el terreno, ni siquiera Morena (baste señalar que éste contó con representantes de casilla, el día de las elecciones del año pasado, solamente en el 20% de las casillas) y que no cuenta con comités municipales.
Se necesita patrocinar el sostenimiento de los partidos políticos, de lo contrario la delincuencia (la violenta y la de cuello blanco) lo hará por nosotros.
Ya lo hacen en muchos sentidos.
¿Para qué posibilitar su crecimiento?
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Fuente de citas hemerográficas recientes: Información Procesada (INPRO)