Chihuahua, Chih.
El asesinato de Carlos Manzo acaparó durante las dos semanas previas a la marcha del sábado pasado la atención de la presidenta Claudia Sheinbaum. Desde el momento mismo en que Manzo cayó bajo las balas de un sicario, en la plaza principal de Uruapan, arrancó desde el gobierno federal la operación de control de daños y manejo de crisis que culminó con los hechos del 15 de noviembre, en medio de golpizas, nubes de gases lacrimógenos y violencia desatada y sin control en el Zócalo capitalino.
La preocupación mayor de Claudia Sheinbaum, tras los asesinatos que recientemente habían sacudido Michoacán, como el del líder limonero Bernardo Bravo, quien al igual que Manzo se había opuesto a la injerencia del crimen organizado en la vida cotidiana de los michoacanos por medio del cobro de piso, el asesinato, el secuestro, la extorsión, la imposición de precios y el control de prácticamente todas las actividades productivas, era que la ola de indignación nacional y repudio generalizado que se expresó en redes sociales tras el homicidio del único alcalde que había alzado la voz en contra de Morena y en contra del cada vez más comprometido gobernador Ramírez Bedolla, y había pedido a gritos en todos los tonos, sin ser escuchado, la intervención del gobierno federal para sacar a los cárteles de la región, pudiera convertirse en el Ayotzinapa de su sexenio.
No solo crecía en el país la idea del fracaso del gobierno de Sheinbaum para garantizar la seguridad y el abandono en que se hallan los mexicanos: al mismo tiempo, altos funcionarios estadounidenses —Christopher Landau, entre ellos— aprovecharon el asesinato de Manzo para ofrecer la ayuda del gobierno de Donald Trump y subrayar el estado de indefensión en que, le guste o no a la presidenta, se hallan amplias franjas de la sociedad mexicana.
El recurso fácil de culpar a los gobiernos de Peña y Calderón de la situación de violencia en Michoacán, y de llamar “buitres” y “carroñeros” a quienes expresaron su indignación por el homicidio de Carlos Manzo obtuvo una reacción unánime de rechazo como no se había visto durante el primer año del sexenio: un día después de pronunciadas estas palabras, prácticamente toda la opinión publicada se había volcado en contra Sheinbaum, mientras las calles de Uruapan —una ciudad de 356 mil habitantes— se veían colmadas con una marcha de alrededor de cien mil personas, y movilizaciones que se prolongaron durante varios días.
Simultáneamente se viralizó el recordatorio de que había sido el actual jefe de asesores de la presidenta, el entonces gobernador Lázaro Cárdenas, quien pidió a Calderón el envío de fuerzas federales para apaciguar la región.
Un tropiezo más en términos de la opinión pública fue el anuncio de que, en vez de investigar a los autores intelectuales del asesinato del alcalde michoacano y de ordenar desarticular la colusión entre políticos y criminales que oprimen la entidad, la presidenta había ordenado investigar las cuentas de redes sociales que estaban promoviendo la marcha nacional del 15 de noviembre, convocada inicialmente por jóvenes de la llamada Generación Z, a la que se fueron sumando seguidores de Manzo —el Movimiento del Sombrero—, remanentes de la Marea Rosa, varios sectores ciudadanos y miles, de verdad miles, de agraviados.
La presidenta dedicó horas de su “mañanera” a restar legitimidad a la marcha, a impulsar la idea de que era “inorgánica y pagada”, a difundir la idea de que sus promotores no eran “tan jóvenes”, a tratar de vincular la manifestación con “la derecha internacional”, y a exhibir incluso a algunos de los jóvenes que la promovieron en redes sociales: “Cuándo ha visto usted democracias en las que el presidente ponga en el paredón la foto de las personas que se manifiestan”, le contestó uno de estos, Edson Andrade, quien responsabilizó a la mandataria de lo que pudiera ocurrirle, “porque me expuso en un país donde el crimen calla a las voces que lo denuncian”.
Sheinbaum pidió que Miguel Ángel Elorza, el supuesto “Detector de Mentiras” de Infodemia saliera a destazarle a la marcha todo viso de legitimidad.
Desde el gobierno no se quiso contemplar, desde luego, el desgaste que han procurado, y la indignación que han desatado, los continuos escándalos de corrupción que recientemente han explotado tanto en la cúpula de Morena como entre los altos funcionarios de la 4T, y que involucran al hijo del expresidente, Andrés Manuel López Beltrán, al senador Adán Augusto López, a varios gobernadores morenistas, como Rubén Rocha Moya, Américo Villarreal, Alfonso Durazo, Rocío Nahle, Marina del Pilar Ávila, al cada vez más impresentable Gerardo Fernández Noroña e incluso a secretarios de Estado como Ricardo Trevilla y Mario Delgado.
“Yo marché ayer, no soy joven, soy un padre que tuvo recoger con las manos las cenizas de lo que unos sicarios me dejaron de mi hija; también soy el abuelo que se quedó imaginando cómo crecerían mis nietos (…) Marché porque me los mataron hace 6 años y hasta hoy no hay justicia”, escribió Adrián LeBarón.
El nivel de preocupación del gobierno de Sheinbaum se pudo medir por la cantidad de esfuerzos destinados a desautorizar la marcha del sábado, y a empañar incluso la figura del alcalde Manzo, al que una apologista del régimen definió en televisión nacional como de “ultraderecha” y colocó al lado del presidente de El Salvador, Nayib Bukele.
Nada impidió que miles de personas llegaran al Ángel el sábado pasado. Lo que si se trató a toda costa fue impedir por todos los medios que la columna llegara al Zócalo: los accesos se cerraron con vallas, salvo en 5 de Mayo, lo que hizo que a muchas personas le tomara alrededor de tres horas avanzar de Reforma a Eje Central.
Además de la presencia imponente de fuerzas policiacas, grupos de vándalos encapuchados desataron la violencia, primero a un lado de la Catedral, justo por donde la gente iba entrando al Zócalo: “Una táctica clara de inhibición”, señaló el experto en seguridad Alberto Capella.
Al mismo tiempo, otro grupo más numeroso lanzaba piedras, botellas, objetos encendidos y cohetones frente a Palacio Nacional, donde la mitad de las vallas fueron derribadas. El humo, el ruido de los cohetones, la violencia operada por esos grupos —reportes de seguridad sostienen que tradicionalmente han sido manejados desde la sombra por César Cravioto y Martí Batres—, lograron el propósito central: que el Zócalo no se llenara.
Vino después la cereza del pastel: la violencia desatada contra los policías y la violentísima reacción de estos, que culminó con un Zócalo repleto de gente golpeada y aterrorizada, con decenas de jóvenes gaseados y policías heridos.
La presidenta tuvo, al parecer, lo que estaba buscando. Un recurso más para deslegitimar la marcha y condenar la violencia.
El problema, para ella, es que la llama sigue encendida en Michoacán, que los problemas de corrupción dentro de su movimiento continúan impunes, y que a lo largo del país la violencia y la inseguridad continúan destrozando la vida de los mexicanos.
Y frente a eso, no hay “mañanera” que alcance.