
Chihuahua, Chih.
La polarización ha sido el núcleo de la estrategia.
Definir la política como una guerra en la que unos tienen la legitimidad completa y los otros no merecen la mínima atención.
Si a los otros se les permite la existencia es solamente para recordar la amenaza viva del Antiméxico, el acecho de los enemigos del pueblo.
El gran éxito del populismo ha sido justamente ese: ha redefinido las identidades en conflicto y ha vuelto absurda la negociación. La política imantada no solamente hace absurdo el diálogo, la mera escucha es una pérdida de tiempo.
¿Qué puede ser el congreso en tiempos de polarización? Una aplanadora que pasa por encima de la minoría; un torneo de sordos; un pelotón dedicado a la humillación de los derrotados, un espectáculo de la impotencia frente a la arbitrariedad que no tiene que justificar su proceder.
Lo que vimos durante seis años se ha radicalizado en la nueva legislatura.
Al poder se agrega una soberbia descomunal.
Las funciones elementales de una asamblea legislativa han quedado definitivamente sepultadas: ni vigilancia, ni deliberación, ni negociación. Ninguna búsqueda de equilibrios o de acuerdos.
El patriarca impuso al más pendenciero y más arrogante de los legisladores morenistas como presidente del Senado.
El nombramiento era, en sí mismo, un insulto al quehacer parlamentario. Convertir al más rijoso en cuidador del diálogo parlamentario. Era, por supuesto, una señal de los extremos a los que llega un régimen sin decoro.
Un régimen que no siente necesidad de disfrazar su intolerancia, un régimen que no oculta su desprecio por el otro encumbra a un alborotador para actuar como conductor de las sesiones del Senado.
Una función que requiere ecuanimidad, tolerancia y respeto entregada a un hombre que ha hecho carrera con insultos y agresiones. Una responsabilidad que exige serenidad es encargada a un político iracundo y vanidoso, convencido de que no debe rendirle cuentas a nadie.
Era claro desde el principio que el nombramiento dinamitaría cualquier posibilidad de deliberación.
El hombre que debía conducir con neutralidad las sesiones del Senado, el político llamado a moderar las discusiones del Senado usó el poder de su micrófono para agredir a los legisladores de oposición.
Para el "moderador" los opositores no eran adversarios sino traidores, es decir, enemigos que no merecen la palabra sino el paredón.
Haciéndole frente al pendenciero apareció un porro, el líder de un partido agonizante, convertido abiertamente en una sociedad de complicidades.
El responsable del peor resultado electoral de su partido conserva el control absoluto de su estructura. Su partido se hundió, pero él no pagó las consecuencias. Cobrando el seguro de la representación proporcional trabaja como senador de la república y amo absoluto del PRI.
No queda ahí dentro una sola voz crítica a su liderazgo.
Todos los que pidieron relevo o, simplemente que se respetara el calendario del propio partido han sido marginados o expulsados. El dueño ha preferido jibarizar a su partido antes que permitir la crítica a su interior.
El presidente del PRI es el cacique de un imperio cada vez más irrelevante.
No es fácil encontrar un personaje en la política mexicana con el descrédito del presidente del PRI. No puede decirse que sea un político polémico porque no hay voz que lo defienda. Quienes lo siguen, quienes lo aplauden, quienes lo acompañan son incapaces de articular una razón a su favor.
Acabamos de ver a este político que se formó a trompadas golpeando al presidente del Senado.
Empujones, manotazos, patadas, insultos y amenazas en la tribuna de la cámara.
No me parece, como dicen algunos, un incidente menor que merezca ser olvidado como una anécdota sin importancia. Por aberrante que sea la conducción política del presidente del Senado, es inaceptable la violencia. Si creemos en una política civilizada, debemos condenar enfáticamente la animalidad de quien descarga su furia a puñetazos.
Este es el botín de la polarización.
Quien avisa que le dará de paliza al otro recibe de los suyos, el aplauso entusiasta.
El provocador que falta a su responsabilidad institucional para promover los intereses de la secta se convierte en paladín.
La polarización premia a los patanes, a los exaltados, a los maniqueos, a los inquisidores, a los violentos.