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Plan de Paz y Seguridad: Gravísimo retroceso
Sin Retorno

Plan de Paz y Seguridad: Gravísimo retroceso 18 de noviembre de 2018

Luis Javier Valero Flores

Chihuahua, Chih.

Poco duró el gusto civilista, societario, en el combate a las políticas militaristas en el combate al tráfico de drogas y al crimen organizado.

Por la mañana del jueves pasado, la Suprema Corte de Justicia de la Nación había tomado una histórica resolución: Declarar inconstitucional la Ley de Seguridad Interior, que durante años, la cúpula militar había presionado por su aprobación.

Pero ese mismo día, la mayoría de la Cámara de Senadores, la de Morena, rechazó que la Fiscalía General de la Nación -que sustituirá a la PGR- se convirtiera en autónoma, con lo que dió marcha atrás a los planteamientos realizados a lo largo, también, de muchísimos años, de partidos y organizaciones de la sociedad civil, que habían pugnado por la autonomía de la fiscalía a fin de evitar que ésta continuara, como hasta ahora ha sido, una dependencia que actúa bajo la discreción de los gobernantes.

Pero no era lo único. Por la tarde, el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador y su futuro Secretario de Seguridad Pública, Alfonso Durazo, dieron a conocer el Plan de Paz y Seguridad, que contiene, centralmente, una de las cuestiones que más controversia han desatado en el país: La participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública.

Había más. Horas más tarde, López Obrador anunció que un grupo de empresarios, de los más polémicos, entre ellos tres ligados a las cadenas de televisión, le habían comunicado su intención de convertirse en sus asesores, para lo cual AMLO informó que les ayudaría a que conformaran una agrupación de la sociedad civil “para que me ayuden”.

La lista de los “asesores” del presidente electo da pavor: Ricardo Salinas Pliego (Tv Azteca), Bernardo Gómez (Vicepresidente de Televisa), Olegario Vázquez Aldir (Grupo Angeles, Tv y Radio Imagen, Excélsior); Carlos Hank González, (Banorte-Interacciones); Daniel Chávez (Grupo Vidanta, que son hoteles de lujo en playa); Miguel Rincón (industrial del papel y la madera de Durango) y Sergio Gutiérrez (propietario de la empresa siderúrgica de Nuevo León, Deacero); y Miguel Alemán Magnani, (Interjet).

Podrá coincidirse, o no, en muchos de los aspectos del plan propuesto por AMLO, que será enviado al Congreso de la Unión el próximo martes, pero hay uno en lo que ha sido discrepante la parte más preocupada de la sociedad en el respeto a los derechos humanos y en la lucha en contra de la violencia desatada en el país, prácticamente desde mediados del 2007: La exigencia por no involucrar al ejército, y en general a las fuerzas armadas, a las tareas de seguridad pública.

Más aún, en rechazar la estrategia aplicada en México para combatir al tráfico de drogas, centrada en el uso de la violencia institucional, que se ha traducido en el incremento incesante de los recursos públicos aplicados en ello.

Los resultados son de espanto. Luego iremos a ello.

Durante todo el actual sexenio, la cúpula militar se dio a la tarea de impulsar una regulación que trastocara el orden imperante en materia de seguridad, presionaron -y coincidieron con el PRI y con la mayoría de los panistas- a fin de, decían, “otorgarle un marco jurídico” a la acción de los militares en el combate a los criminales, que en realidad era la pretensión de eludir lo que desde el 2011 ya era una realidad que no podían eludir.

La obligación constitucional de acatar el hecho de que en todos los asuntos judiciales, en los que estuvieran involucrados elementos de las fuerzas armadas y “civiles”, la causa debería ser atendida por tribunales civiles y no militares.

La jerarquía militar pretendía que se mantuviera el fuero militar para castigar presumibles hechos delictivos, cometidos por militares y en los que estuvieran involucrados, o afectados, ciudadanos -“civiles”-; hay una gran incertidumbre, argüían, para no verse afectados por la presunta comisión de violaciones a los derechos humanos por sus subordinados.

Ese era el fondo de la Ley de Seguridad Interior que, además, pretendía quitarle a la autoridad civil la preeminencia en materia de seguridad pública y desaparecer todos los requisitos constitucionales que se deberían respetar para aplicar lo que antes se llamaba la suspensión de “garantías individuales”, es decir, lo que comúnmente se conoce como “estado de sitio”.

Bueno, pues eso fue desechado de plano por la Corte, que se opuso a la “normalización” de la participación militar en el combate a la delincuencia y ratificó que la seguridad interior “es una función que la Carta Magna reserva al Ejecutivo federal por conducto del Ejército y la Armada, mientras que la seguridad pública es responsabilidad de los tres niveles de gobierno, por medio de las policías”.

Además, y es pertinente apuntarlo hoy, varios ministros sostuvieron que en el modelo constitucional actual la intervención militar en el combate a la delincuencia sí es posible pero tendría que ser “excepcional, temporal, fundada y motivada, y bajo mando civil”.

Digámoslo claramente ¿Debemos usar al ejército en la preservación de la seguridad pública, o no?

Hasta ahora, hasta antes del triunfo de López Obrador, la izquierda y los sectores democráticos de la sociedad mexicana han sostenido firmemente que no. Con ellos está la opinión de la mayoría absoluta de las organizaciones internacionales derechohumanistas y la ONU.

No debe usarse al ejército para combatir a los criminales, de manera permanente y continua, y, además, sin la vigilancia y fiscalización de la autoridad civil.

Pero héte aquí que López Obrador propone que las fuerzas armadas, de manera encubierta, se conviertan en la principal fuerza de seguridad pública en el país, mediante la creación de la Guardia Nacional, para la que, “sin abandonar sus misiones constitucionales de velar por la seguridad nacional y la integridad territorial del país, la preservación de la soberanía nacional y la asistencia a la población, nuestras fuerzas armadas participen en la construcción de la paz por medio de un papel protagónico en la formación, estructuración y capacitación de la Guardia Nacional…”. (Plan de Paz y Seguridad Nacional).

No hay margen a la duda. La Guardia Nacional se integraría con elementos del ejército, la marina y la policía federal, que recibirán adiestramiento en planteles militares al que, es bueno reconocerlo, sostienen que habrá “una formación académica y práctica en procedimientos policiales, derecho penal, derechos humanos, perspectiva de género… etc. …. (y) estará expresamente encargada de prevenir y combatir el delito en todo el territorio nacional y estará dotada de la disciplina, la jerarquía y el escalafón propio de las fuerzas armadas”.

Por añadidura, la Secretaría de la Defensa Nacional “asumirá el mando operativo de la Guardia Nacional, del reclutamiento, adiestramiento y organización de sus efectivos…”, además de que la Guardia Nacional será “una fuerza adicional a las Fuerzas Armadas ya existentes y se integrará a la Secretaría de la Defensa Nacional”.

Asimismo, la integración de sus efectivos tampoco deja dudas. En una primera etapa se incorporan las unidades de la Policía Militar y de la Policía Naval y de la Policía Federal, sin que se olvide que el desaparecido Estado Mayor Presidencial, íntegro, pasó a formar parte de la Policia Militar, es decir, puros militares.

En la segunda etapa se incorporarán los militares que lo deseen y en una tercera la juventud “incorporada”.

Así, en unos cuantas líneas se da marcha atrás a toda una postura de la izquierda y los sectores democráticos más avanzados, no sólo del país, los que han sostenido que involucrar a las fuerzas armadas en la seguridad pública implica un grave riesgo para la sociedad, pues se incrementan grandemente los abusos de las fuerzas militares, además de exponer seriamente la integridad de las fuerzas armadas.

Por si fuera poco, en cada una de las 266 regiones en que se dividirá el país, el mando operativo de la Guardia Nacional estará a cargo de “oficiales del Ejército Mexicano o, en las zonas costeras, de la Armada de México”.

Y a contrapelo de lo actual, a partir de la creación de “los consejos estatales de coordinación”, la autoridad estatal dejará de ser la responsable de la seguridad en los estados pues a las reuniones de esos consejos “se invitará” al gobernador, al secretario de Seguridad y al fiscal estatales”, lo que implica, también, la posibilidad de no invitarlos.

Es decir, la suplantación del poder civil en materia de seguridad pública y la entrega al poder militar.

Nadie, en el mundo, se atrevió a tanto; las experiencias negativas son infinitas, de ahí la oposición, ya, de Amnistía Internacional al plan de López Obrador y, también, de prácticamente la totalidad de las organizaciones de la sociedad civil que han luchado, por décadas, a favor de los derechos humanos y de las víctimas.

Ahora nos explicamos el elevado grado de rechazo concitado por la propuesta de López Obrador en los foros de seguridad y de la suspensión de varios de ellos, sobre todo los que se realizarían en las entidades que más han sido golpeadas por la violencia.

Casi todos los deudos y familiares de víctimas y desaparecidos la rechazaron, la presente no correrá mejor suerte.

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Luis Javier Valero Flores

Director General de Aserto. Columnista de El Diario