
Chihuahua, Chih.
Seamos justos: la vía rápida legislativa no la inventó López Obrador. La aprobación exprés de los sueños del Ejecutivo es ya un viejo vicio
A mitad de 2023, la Suprema Corte de Justicia de la Nación debatía si tenía —o no— la facultad para invalidar leyes mal aprobadas por el Congreso.
—Nosotros no fuimos electos por el voto. Si tiramos la ley, afectaremos la división de poderes —decían algunos. La razón les asistía.
—Cumplir con nuestro deber como tribunal constitucional no implica una afectación a la división de poderes. Cuando el proceso legislativo atropella la deliberación democrática, la ley no puede sostenerse —reviraban los otros. Tampoco mentían.
La discusión no era menor. Detrás de los tecnicismos y las formas que el Legislativo de entonces ignoraba—los trámites ignorados, la violación de plazos, los dictámenes exprés— se libraba otra batalla. Lo que estaba en juego era el conflicto entre los múltiples rostros de la democracia: la voluntad popular, el equilibrio de poderes, la representatividad y la imprescindible necesidad de la deliberación pública.
Desde entonces, algunas cosas han cambiado. Una de las premisas que sostenían aquel debate ha muerto; la otra, sin embargo, sigue a la vista.
A partir del próximo 1 de septiembre, el máximo tribunal estará integrado por nueve ministros electos. Con ese giro, el argumento de los togados que pedían cautela ante la fragilidad democrática de una Corte no elegida en las urnas, habrá caducado.
El argumento contrario, el de los juzgadores que advirtieron que las leyes mal paridas deben invalidarse, permanece intacto.
Las bases de aquel razonamiento —es decir, los rituales que regulan el debate legislativo— yacen sólidas en la Constitución y en otra decena de documentos normativos. Son, ni más ni menos, el producto de una reciente victoria civilizatoria: las reglas claras que nos hemos dado para discernir democráticamente. Un moderno duelo.
Aunque para algunos —que ya se lo han pensado bien—, qué aburrido suena eso de la civilidad. Insensatas cortesías.
Para muestra, el último periodo extraordinario de sesiones: un maratón legislativo.
En el ciclo del Congreso, que comenzó el 23 de junio y concluirá el día de hoy, discutirá —es un decir— dieciséis reformas. Algunas son simples: la comercialización de la totoaba y el reconocimiento simbólico a mujeres que transformaron la patria. Otras son más que complejas: ley antilavado, la reforma en materia de telecomunicaciones, búsqueda de personas, el sistema ferroviario.
Dieciséis reformas en diez días. Dieciséis reformas a las prisas.
Si los legisladores no durmieran un minuto, les tocaría a dos por jornada. Doce horas para leerla. Doce horas para discutirla. Doce horas para votarla. Doce horas para actuar irresponsablemente en nombre del pedazo de país que representan.
Un imposible.
Seamos justos: la vía rápida legislativa no la inventó López Obrador. No la parió Morena. La usaron —y celebraron— los rojos, los azules y el macuspano que se retiró. La aprobación exprés de los sueños del Ejecutivo es ya un viejo vicio.
Por eso, el Poder Judicial ha devuelto múltiples reformas: por falta de publicidad, por discusiones urgentes que no eran urgentes, por alteraciones del proceso, por votaciones, por cédula que debieron ser a mano alzada, por omisión de deliberación parlamentaria.
Por querer tocar la sinfonía empezando por el aplauso. Por caminar de espaldas.
Con la transformación de la vida pública, nada de eso ha mejorado. En el ámbito parlamentario, ninguna conciencia se ha revolucionado. Del color que sea, la práctica es deleznable: despoja al Congreso de su razón de ser. Lo anula y caricaturiza. Donde deberíamos ver discusiones acaloradas, solo habita la risa.
Las reformas que hoy se empujan a todo vapor en el Congreso se aprobarán y llegarán —o no— a la nueva Corte. Un tribunal que —integrado por representantes populares tan o más legítimos que los apresurados legisladores— deberán resolver sobre su legal aprobación. ¿Estaremos ante la legitimación popular de la prisa?
Lo triste no es el final previsible que esas acciones tendrán en la nueva Corte —si es que llegan. Lo desolador es que no hacía falta llegar hasta aquí.
Nadie podrá explicarnos por qué Morena hace lo que hace como lo hace. Tiene los votos. Tiene el respaldo popular. Tiene, incluso, perfiles capaces de dar forma sólida a las reformas. Podría hacerlo bien. Podría escuchar: si no para ceder, sí para curarse en sana legitimidad.
Porque sí, es cierto: la mayoría votó por desaparecer la Cofece en junio anterior. Pero alguien debía cuidar los términos técnicos del tachado. Porque sí, también votamos por mandar al Poder Judicial a las urnas. Ojalá alguien se hubiera encargado de supervisar mejor el nuevo trazado.
Llegará el día —diez o quince años más tarde— en que nadie recuerde para qué sirve un legislador, para qué los votamos y qué deberíamos exigirles. Nacerá entonces un votante que se pregunte por la costosa necesidad de elegir adornos. Escenografía.
Para evitarlo, señoras y señores: dejen de votar en automático mandato. No hace tanto, Andrés Manuel López Obrador despreciaba a quienes, como ustedes, votaban por consigna.
También ellos se hacían llamar representantes populares.
*Publicado por El País el 2 de julio de 2025