Chihuahua, Chih.
Todo indica que la coalición gobernante contará con la mayoría calificada para aprobar el paquete de reformas constitucionales propuestas por el presidente López Obrador, el pasado 5 de febrero. Entre las iniciativas que pretenden eliminar los órganos constitucionales autónomos, la transferencia de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional y la modificación del régimen jurídico de las industrias energéticas, sobresale la que tiene como objetivo central el desmantelamiento del poder judicial federal independiente, para que sus nuevos integrantes sean electos mediante el voto popular.
Desde que se conocieron los resultados de la elección del 2 de junio, la conversación pública se ha concentrado en la consolidación de la democracia iliberal en México, en que la mayor parte de los electores consideró adecuado otorgar una mayoría suficiente al partido gobernante para contar con plena autoridad legislativa a fin de implementar su plan de gobierno.
La preocupación más visible de parte de quienes seguimos considerando que es imperativo preservar el modelo de democracia liberal basado en la separación de poderes y supremacía de la constitución —en otros tiempos sería innecesaria la aclaración de que dicha supremacía incluye colocar a la constitución por encima incluso de las mayorías (o supermayorías) políticas del momento—, advierte los enorme peligros que conlleva la implementación del denominado Plan C que impulsan conjuntamente las administraciones saliente y entrante.
Desde el momento de su presentación en febrero pasado hasta la fecha, se han realizado sendos y objetivos estudios sobre estas iniciativas de reforma constitucional, en la inteligencia de contribuir a una discusión pública informada sobre sus ventajas y defectos respecto del orden constitucional vigente. Y esta discusión adquiere una relevancia especial porque al menos un par de las iniciativas de reforma apuntan a la destrucción de dos elementos que representan el consenso del periodo de liberalización política o transición democrática que tanto costó alcanzar en México y que cristalizó en las reformas constitucionales de 1994: la creación de una autoridad electoral independiente y la transformación de la Suprema Corte de Justicia en un tribunal constitucional igualmente independiente. La propuesta presidencial dinamita estos fundamentos característicos del orden constitucional contemporáneo en México. Estas instituciones —autoridad electoral y poder judicial independientes— junto con la reforma en materia de derechos humanos de 2011 configuran lo que podemos entender como las características básicas de la constitución que a la vez representan su parámetro de regularidad.
Para entender los efectos que la coyuntura reformista podría ocasionar en nuestro sistema constitucional, conviene situar en el centro de la discusión las siguientes preguntas: ¿Qué tanta coherencia mantiene estas iniciativas de reforma constitucional con los valores, principios, procedimientos e instituciones que establece la Constitución? ¿Cómo se relaciona este paquete de reformas con la constitución entendida como el sistema por excelencia para la protección de los derechos fundamentales? ¿Las reformas son compatibles con la estructura básica de la constitución? ¿Qué mecanismos existen para proteger a la constitución de la intromisión ilegítima a su núcleo intangible por parte del poder reformador?
Las respuestas a estas preguntas están condicionadas por la manera en que entendamos la relación entre democracia y constitución. Vamos por partes:
Todavía en el pasado reciente, se consideraba que el modelo de la democracia liberal que pone a la constitución como base del sistema político y establece principios de legalidad, separación de poderes, y protección de los derechos humanos como precondiciones elementales para su adecuado funcionamiento, era el más adecuado para representar los intereses de las mayorías políticas y, al mismo tiempo, proteger los derechos de las minorías que no fueron favorecidas en el proceso político. Pero que igualmente tienen derechos susceptibles de protección constitucional incluso a pesar de los dictados de las mayorías políticas del momento.
No obstante, de un tiempo para acá, no sólo el modelo de democracia liberal se ha puesto en entredicho, sino que se ha presentado una tendencia a nivel global de gobiernos populistas y autoritarios con amplio respaldo popular que se reivindican en abierta oposición con los principios que defiende la democracia liberal. Para estos movimientos iliberales, la voluntad de la mayoría es ley suprema y se coloca incluso por encima de la constitución. Para ellos, esta última debe ajustarse a la voluntad mayoritaria y no al revés. En este contexto, los iliberales no aceptan a la constitución como límite del ejercicio del poder, sino como una muleta para apoyarse en ella cuando conviene y para reformarla cuando no.
El punto de inflexión de esta discusión puede identificarse en la tan estudiada tensión entre el constitucionalismo y la democracia. Los orígenes de esta tensión encuentran su fundamento en las tesis de Thomas Paine y Jefferson, quienes proclamaron que cada época y generación debía ser tan libre de actuar por sí misma, como las generaciones que la precedieron.
A través de esta idea, Paine y Jefferson se oponían enérgicamente a la idea de un precompromiso constitucional que atara de manos al pueblo vivo. Para estos dos pensadores, la democracia era un sistema en inagotable mutación y orientado hacia el cambio y la reforma constante, desprovisto de la consolidación de una identidad constitucional perdurable.
Como respuesta a estas tesis, James Madison negó que una constitución fuese un peso muerto o un obstáculo para la democracia. Bajo la concepción de Madison, las limitaciones no necesariamente forman una atadura, sino que también promueven la libertad. Así, la constitución se convierte en un instrumento de gobierno, no en un obstáculo infranqueable para éste mismo; no incapacita, sino que establece un marco capacitador para lograr los compromisos ahí establecidos por el propio pueblo.
Con esto en mente, las reformas que conforman el denominado Plan C siguen la misma lógica del rechazo absoluto al precompromiso constitucional, a la negación de un “pasado constitucional” que no empata con la visión democrática del partido en el poder. El modelo iliberal que se pretende implantar en nuestro orden constitucional, oculto bajo la engañosa fachada del retorno al poder de “nosotros el pueblo”, pretende atar irreversiblemente en un único modelo constitucional, una visión única y excluyente de la democracia.
La retórica presidencial, plasmada en el proyecto reformista, pretende implantar la idea de que los frenos constitucionales son sistemáticamente antidemocráticos, contrarios a la voluntad de las mayorías.
Sin embargo, los precompromisos constitucionales o la identidad constitucional y la política democrática no son antagónicos, como lo pretende hacer ver el modelo iliberal.
Cuando a través de un sistema constitucional se pretende asegurar la pervivencia de ciertos valores y principios valiosos para la sociedad, —atar el futuro en palabras de Paine y Jefferson— el constitucionalismo no intenta ejercer dominación sobre la voluntad popular, sino asegurar opciones de peso democrático que de otra manera quedarían fuera de todo alcance.
Las metáforas utilizadas por el modelo iliberal de que ciertos valores, principios e incluso modelos de interpretación constitucional frenan, bloquean, limitan o restringen la voluntad popular, pretenden sugerir que las constituciones son, básicamente, recursos negativos para el bienestar del pueblo.
Pero las reglas establecidas en ese texto fundamental también son creadoras y capacitadoras, pues aseguran y generan posibilidades democráticas que de otra manera no existirían.
De esta forma, el respeto de las mayorías políticas a una identidad constitucional o a los precompromisos constitucionales es, a la vez democrático y mayoritario, pues para conceder poder a todas las mayorías, las presentes y las futuras, la constitución debe de limitar el poder de cualquier mayoría dada. Justamente en eso consiste una constitución, en reglas que obligan a cada mayoría a exponerse a la crítica ciudadana y a la revisión de sus decisiones no solo por un pueblo etéreo, sino especialmente por aquellas minorías que también integran el colectivo social; en reglas que limitan la capacidad de las mayorías de eliminar, en definitiva, posibilidades democráticas significativas para sus sucesoras.
Hannah Arendt decía que la raison de etré de las constituciones era la protección de las minorías políticas, que aquellas estaban diseñadas precisamente para proteger a aquellos individuos o grupos que no fueron favorecidos por los procesos políticos mayoritarios. En esa lógica, la constitución y los tribunales juegan un papel fundamental como garantes de los derechos de esos desfavorecidos.
Para el modelo iliberal, las visiones de Arendt y Madison colisionan con su propia idea de democracia, a la que identifican con la voluntad de las mayorías políticas y como un cheque en blanco para implementar sus planes de acción aun si esto supone pasar por encima de la constitución y de los derechos de las minorías. En realidad, para el modelo iliberal ni la una ni los otros cuentan, porque su única justificación es la voluntad de la mayoría. Esto resulta especialmente problemático porque in extremis, para los iliberales la constitución y los tribunales son prescindibles porque se bastan a sí mismos con sus supermayorías legislativas para “cumplir” con el mandato popular.
Pero la realidad es que incluso en sus inicios, el modelo constitucional radical —el más cercano a la actual versión de los iliberales— ponía como condición indispensable para la aprobación de cualquier norma, la amplia deliberación con todas las facciones que estaban representadas en la asamblea, hasta que se escucharan todas las voces y se consideraran en la confección última de la norma. Para los iliberales actuales, esto es un despropósito. Y lo mismo sucede con la constitución: si ellos son los representantes de la máxima expresión de legitimación política, que no es la constitución, sino la voluntad de la mayoría luego ¿para qué se necesita una constitución?
El proyecto reformista pretende implementar cambios constitucionales que, en realidad, más que modificar algunos dispositivos de la propia constitución, en el fondo pretenden reemplazarla y en un caso extremo, abrogarla.
En este empeño, las mayorías políticas iliberales se olvidan de una diferencia mínima pero sustancial dentro de la democracia constitucional: que la plena autoridad legislativa que el electorado les confirió de manera mayoritaria les permite reformar la constitución, mas no sustituirla o eliminarla.
Y todo esto tiene que ver con lo que en la doctrina y práctica del constitucionalismo comparado se ha definido como “identidad constitucional” o “estructura básica de la constitución”. En este contexto, es necesario enfrentar las propuestas de reforma constitucional con los valores, principios, procedimientos e instituciones que históricamente ha tutelado la constitución configurando una identidad propia, distintiva; en suma, una estructura básica que no puede alterarse ni siquiera por las mayorías políticas del momento.
Finalmente, conviene mencionar que, para enfrentar este proyecto de constitucionalismo abusivo, habrá que revisitar la posibilidad de que la Suprema Corte de Justicia aborde, a través de los mecanismos de control constitucional, la revisión —formal y material— de las reformas constitucionales.
En tiempos de erosión democrática y centralización absoluta del poder, conceptos como el del poder ilimitado del poder reformador de la constitución o de las limitaciones materiales de la Suprema Corte para revisar el contenido y alcance de las reformas constitucionales, que han marcado el rumbo de la doctrina jurisprudencial en este tema, deberán ser repensados y reinterpretados para permitir, en última instancia, la protección judicial de la estructura básica de la constitución mexicana.
Jaime Olaiz González. Profesor e investigador de la Universidad Panamericana; experto en derecho constitucional, internacional y estadounidense.
José Mario de la Garza. Abogado por la Escuela Libre de Derecho y especialista en justicia constitucional y tutela de derechos humanos.
*Publicado en Nexos el 26 de agosto de 2024.