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Identidad del poder judicial

Identidad del poder judicial 9 de julio de 2019

Francisco Flores Legarda

Chihuahua, Chih.

El poder judicial, además de ser la institución encargada de la solución de los diversos conflictos que se presentan con motivo de la aplicación de todas las normas, tiene una de las facultades mas importantes para el Estado de derecho: interpretar las disposiciones jurídicas, su alcance y significados1. 



Si bien los poderes legislativo y ejecutivo, dentro del ámbito de sus respectivas competencias y en las modalidades que establece la Constitución, pueden emitir normas de carácter general –típicamente leyes o reglamentos– corresponde al poder judicial determinar el significado último de las mismas. En muchas ocasiones, de la especificación de dicho significado dependerá la validez o no de decisiones fundamentales. 



A través de esta importante facultad, el poder judicial en los estados constitucionales se convierte en el órgano de control más importante. Tiene a su cargo el control de constitucionalidad y de legalidad, según corresponda. Los juzgadores –sean jueces, magistrados o ministros– en el ámbito de sus respectivas competencias y siguiendo los procedimientos establecidos para ello, interpretan las normas, determinan su significado y, a partir de ello, dictan sentencias que confirman o invalidan decisiones de los otros órganos de autoridad. 



De esta manera, los juzgadores zanjan diferencias que están grávidas de consecuencias para las partes involucradas y toda la sociedad si adquieren el carácter de normas generales.

Pueden tener, entre otras implicaciones, consecuencias sociales, políticas o económicas muy cuantiosas. Pensemos, por ejemplo, en los alcances de las decisiones en materia de amparo fiscal; en las implicaciones de las sentencias en los casos de acciones de inconstitucionalidad en los ámbitos de las telecomunicaciones o la energética; la resolución de controversias constitucionales sobre la distribución de recursos entre las autoridades de los diferentes órdenes de gobierno; o las decisiones del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación sobre multas a partidos políticos o concesionarios de radio y televisión. En esos y en muchos temas más, las decisiones judiciales poseen consecuencias jurídicas de enorme alcance económico, y consecuentemente, político.



En todos esos casos, cuando los juzgadores operan como instancias de control que verifican que las decisiones de las autoridades legislativas o administrativas –ya sean del poder ejecutivo o de los órganos autónomos– se ajusten al marco jurídico vigente, en realidad están desarrollando una función estratégica para la vigencia del Estado constitucional. Por eso es indispensable que los jueces la lleven a cabo con riguroso apego a la imparcialidad, la independencia, el profesionalismo y la probidad. 



En años recientes, la transformación del Estado Legislativo2en un Estado Constitucional Democrático ha implicado colocar la garantía de los derechos humanos de las personas como primera obligación estatal (CPEUM, artículo 1º)3. Con esa reforma se incorporan mandatos y mecanismos para que todas las autoridades orienten su desempeño al priorizar la protección más amplia de los derechos humanos de todas las personas.

 

Se trata de una función básicamente de control ante los posibles excesos u omisiones por parte de las diferentes autoridades del Estado. De hecho, el poder judicial en las democracias contemporáneas se convierte en la institución primaria que protege los derechos, cuida aplicar la Constitución y la ley para, de esta manera, controlar los excesos y abusos en el ejercicio del poder. Cuando una judicatura no funciona, o funciona mal, el Estado de derecho en su conjunto deja de funcionar, pues al no haber certeza sobre la aplicación de las normas, los derechos quedan desprotegidos y el poder no encuentra límites.



Como puede observarse, también desde esta perspectiva resulta fundamental que los juzgadores actúen con independencia, imparcialidad y probidad. Por sus mesas pasarán asuntos relacionados con la vida, la libertad, la integridad, el patrimonio de las personas. Pero también revisarán y sancionarán controversias vinculadas con el respeto al voto, el acceso a la información pública, la transparencia o la protección de los datos personales. En todos los casos, y sobre todo en la combinación de los mismos, es posible entrever la necesidad de contar con un poder judicial honesto, profesional y responsable. 



Desde hace algunos años –primero en algunos países europeos y cada vez más en los latinoamericanos– ha cobrado fuerza la idea que también los particulares pueden lesionar los derechos humanos de las personas.

Esto es así, sobre todo, cuando existe una disparidad de poder entre unos actores privados y otros que se encuentran en una situación de vulnerabilidad o desventaja. Los supuestos en los que esta disparidad puede presentarse son múltiples e impactan, de manera inversamente proporcional, grandes intereses económicos y derechos humanos fundamentales. Ese es el caso, por ejemplo, de los grandes proyectos de inversión privada en infraestructura, los proyectos mineros u otras actividades económicas que conllevan inversiones millonarias pero se traducen en conflictos laborales, desplazamientos humanos, daños ecológicos, etc.

 

Para resolver la clase de conflictos en que las autoridades administrativas tienen alguna intervención, pero en realidad se trata de conflictos entre particulares, es necesario contar con un poder judicial capaz, probo, imparcial e independiente. Solo de esta manera las partes en disputa reconocerán la acción de la justicia y acatarán sus sentencias. 



La misma lógica debe imperar cuando los jueces resuelven diferendos o controversias entre personas que se encuentran en una situación de relativa paridad de poderes. Es decir, cuando juzgan casos de índole ordinaria en los que están en juego disputas entre derechos, intereses o pretensiones relacionadas con los diferentes ámbitos de la vida social (familiar, civil, mercantil, etc.). También en estos casos, la probidad de los juzgadores resulta fundamental como el mecanismo más efectivo que la convivencia civilizada ha encontrado frente al uso indiscriminado de la fuerza o porque la justicia legal es el único antídoto que los hombres han encontrado frente a la “justicia por mano propia” y la violenta “ley del más fuerte”. 



Como puede verse, en la evolución de las democracias contemporáneas, las judicaturas han aumentado y reforzado su papel de tal manera, que es imposible pensar en las interacciones de autoridades entre sí, entre estas y la sociedad, o bien entre los miembros de esta última, sin considerar el papel necesario de los juzgadores. 



Por todo lo anterior, cuando un problema como la corrupción ataca al poder judicial, cimbra en sus bases al Estado de derecho en su conjunto.

La corrupción es entendida como la práctica de actos ilícitos por medios económicos o materiales para conseguir un beneficio personal. De manera particular, la corrupción política es la que llevan a cabo servidores públicos que utilizan inapropiadamente bienes públicos para conseguir prerrogativas4. Cuando se convierte en un modus vivendi al interior del poder judicial, se anida un mal que trasciende a la propia institución, un mal que pone en riesgo al Estado constitucional en su conjunto. 



Cuando los juzgadores claudican en su función de control ante los poderes públicos, privilegian injustificadamente –o ilegalmente– algunos intereses poderosos sobre otros bienes jurídicos fundamentales; o benefician por razones inconfesables a una parte sobre otra en un litigio ordinario, corrompen y erosionan al proyecto social en su conjunto. Para decirlo con las palabras de Charles Howard Mcllwain, un clásico en la materia: “la única institución esencial para defender el derecho siempre ha sido y todavía es un poder judicial honesto, hábil, preparado e independiente.5” 



En el momento en que un poder judicial decide como institución, o bien a través de alguno de sus miembros, por convenir a intereses de otra naturaleza, dejar de lado la honestidad, sus mejores habilidades y conocimientos, así como su independencia o autonomía para resolver un asunto, no sólo daña un proceso en específico sino a las partes involucradas. El daño se inflige sobre todo el mecanismo creado para proteger al Estado y a la sociedad en su conjunto. Se está dejando al Estado de derecho sin su mecanismo de control para quedar únicamente como estructura de simulación vacía de todo contenido. 



La independencia de la institución, o bien la autonomía de cada juzgador en lo individual, es un atributo clave porque implica autonomía de decisión frente a los intereses de los otros poderes del Estado y, también, frente a los diferentes poderes privados que existen en todas las sociedades. En esa medida es condición necesaria para el ejercicio imparcial de la función judicial. Imparcialidad que debe traducirse en decisiones fundadas en derecho y técnicamente sólidas.

Ello conviene recordarlo, sobre todo, porque los jueces tienen la última palabra en la determinación del significado del derecho. De ahí que también la preparación y la honestidad de los jueces resulte imprescindible. 

Es este el espacio donde el derecho provee a la sociedad de uno de sus atributos más valioso, la certeza jurídica, la seguridad de que existen agentes públicos con la misión inquebrantable de aplicar lo que las leyes dictan y erradicar de esta manera la discrecionalidad, así como la fuerza del dinero o el poder como medio para solucionar los conflictos. Si la misión de la justicia, es decir de aplicar la ley, se corrompe, el Estado pierde su legitimidad, su fuerza sobre la sociedad y, eventualmente, cede el espacio a la irracionalidad, la injusticia, la violencia o bien a grupos que logren justificar sus acciones de alcance colectivo al margen de la ley.

Esto sucede, por ejemplo, en el caso de los grupos de autodefensas, que mas allá de su efectividad son en muchas ocasiones apoyados por sus comunidades en contra de grupos criminales, pero también de autoridades ineficaces por corruptas.

Hasta ahora hemos advertido una primera dimensión en que la probidad es indispensable y, en contrapartida, la corrupción judicial posible. Aquella en la que tiene lugar la función jurisdiccional propiamente dicha. A partir de las premisas antes descritas, podemos decir que, en este ámbito, la corrupción se presenta cuando los juzgadores dictan resoluciones al margen de la legalidad –ya sea ignorando el derecho o forzando su significado mediante interpretaciones espurias– para:



a) Favorecer los intereses de un actor –que puede ser el Estado o un particular– poderoso. 

b) Favorecer ciertos intereses particulares en detrimento del interés público.

c) Avalar decisiones de los poderes públicos que violan derechos humanos.

d) Avalar decisiones de algunos poderes privados que violan derechos humanos.

e) Favorecer privilegios ilegítimos sobre derechos humanos de personas o grupos vulnerables.

f) Favorecer ilegítimamente a una de las partes de un litigio sin que le asista la razón.

g) Obedecer instrucciones de sus superiores dentro de la institución para servir a objetivos políticos diferentes a la administración de justicia.

Las razones por las que los juzgadores actúan traicionando su función social pueden ser múltiples: beneficios económicos, acuerdos políticos, cálculos estratégicos, vínculos personales, etc., pero, en todos los casos, se trata de actos de corrupción muy preocupantes por las consecuencias que ocasionan. 

Existe un segundo tipo de corrupción en el ámbito judicial: el que se presenta al interior del poder judicial pero en su estructura y funcionamiento administrativo. En este nivel, la corrupción puede presentarse de diferentes maneras:



a) Cuando los actores e instancias responsables de manejar los recursos y bienes institucionales malversan o se aprov echan de los mismos;

b) Cuando las instancias responsables de controlar, vigilar y supervisar el ejercicio de los recursos y bienes asignados al Poder Judicial claudican de su función;

c) Cuando las instancias responsables de ejecutar las normas y procedimientos establecidos para el ingreso y promoción dentro de la carrera judicial las manipulan para beneficiar o perjudicar a personas determinadas; 

d) Cuando, a través de familiares o prestanombres, los propios juzgadores litigan casos ante el Poder Judicial del que forman parte.

Desafortunadamente, México atraviesa un serio fenómeno de corrupción que atrapa en mayor o menor medida a todas las instituciones y órganos del Estado en todos sus niveles de gobierno.

Los poderes judiciales, el federal y los 32 locales, no han logrado escapar de este fenómeno. Cada uno, en momentos y circunstancias distintas, han practicado o practican uno o varios (incluso todos) de estos tipos de corrupción. Mientras el guardián o control de la legalidad no cumpla cabalmente con sus fines, la corrupción se apodera de todos los espacios de la vida pública hasta el grado de ser considerada por muchos como un fenómeno connatural a nuestra sociedad.

Erradicar la corrupción es muy importante para el avance de la vida democrática, pero en el caso del poder judicial resulta fundamental como uno de los primeros pasos para iniciar ese movimiento. Es el espacio donde no se deben de escatimar esfuerzos y recursos para que, a partir de ahí, se aplique la ley en todos los demás ámbitos. Estas notas que dibujan el mapa de riesgos de la corrupción en el guardián del derecho, pueden ser un paso para un análisis detallado de cada caso concreto en la búsqueda de la llamada cultura de la legalidad. 



1 Desde el proceso de elaboración del primer texto constitucional moderno, el de los Estados Unidos, sus autores planteaban que la interpretación de las leyes es el ámbito propio y particular de las cortes. “La Constitución es, de hecho, y debe ser vista por los jueces, como la ley fundamental. Es por ello que les corresponde a ellos revelar su significado, así como el significado de cualquier acto en particular que procede del cuerpo legislativo…. la Constitución debe ser preferida al estatuto, la intención del pueblo sobre la intención de sus agentes.” Hamilton, Jay y Madison, The Federalist Papers, no. 78, p. 418.

2 Esta es la denominación que le otorga Luigi Ferrajoli al modelo jurídico dominante antes de la ola democratizadora en Europa y América Latina. Cfr. Ferrajoli, L., Principia Iuris. Teoria del Diritto e della Democrazia, Laterza, Roma-Bari, 2007. 

3 Cfr., entre otros, Carbonell, M., P. Salazar, (coordinadores), La reforma constitucional de derechos humanos. Un nuevo paradigma, UNAM-Porrúa, México, 2011.

4 Vid. Concha Cantú, Hugo, “El fenómeno de la corrupción en el Estado democrático”, en Marván, María (coordinadora) Nosotros los Honestos, ellos los Corruptos, Percepciones sobre la Corrupción en México. CORRUPCIÓN Y CULTURA DE LA LEGALIDAD, UNAM – Instituto de Investigaciones Jurídcas, México, 2015 (en prensa). 

5 C.H. Mcllwain, Costituzionalismo antico e moderno, p. 162.







Francisco Flores Legarda



@Profesor_F

Francisco Flores Legarda

Abogado y analista. Profesor por Oposición de la Facultad de Derecho de la UACH. Profesor F.