Elegir jueces

Elegir jueces 17 de mayo de 2025

Jorge Volpi*

Chihuahua, Chih.

En dos semanas cada ciudadano mexicano que acuda a las urnas para la insólita elección del Poder Judicial Federal recibirá seis boletas atiborradas de nombres para elegir a los ministros y ministras de la Suprema Corte, las magistraturas de la Sala Superior del Tribunal Electoral, las de sus salas regionales, las del nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, las de las magistraturas de Circuito y los juzgados de Distrito.

Más las que les correspondan a cada entidad federativa, en el caso de la Ciudad de México, por ejemplo, otras tantas para las magistraturas del Tribunal de Disciplina Judicial local, del Poder Judicial local y los juzgados locales.

Cientos de nombres para cientos de cargos.

Visto con perspectiva, el ejercicio revela su perversidad.

De pronto, el Estado les exige a sus ciudadanos -al menos de forma ideal- que conozcan a profundidad el enrevesado armazón institucional de la justicia en México, con sus respectivas competencias, y, después, que se den a la tarea de estudiar a fondo la vida y las propuestas de cientos de personas a fin de determinar las más idóneas para cada puesto.

Una demanda tan desmesurada -propia solo para aplicados estudiantes de Derecho- como angustiante y tan ridícula como riesgosa para la democracia.

No se trata de minimizar la capacidad de cada ciudadano para realizar tan ardua tarea.

Lo que revela el diseño de la votación -que, para colmo, tendrá un costo elefantiásico- es lo contrario: el inmenso desdén de un líder carismático y, a continuación, de su sucesora y del sistema que ella encarna, hacia esos mismos ciudadanos.

En contra de lo que la Presidenta y sus seguidores afirman, nada hay de democrático en este proceso que no fue pensado para mejorar la justicia -cuyo carácter disfuncional he denunciado una y otra vez en estas páginas-, sino para desmembrar un Poder en teoría autónomo sin saber con qué será sustituido.

Un juzgador no es un representante popular: su tarea no consiste en dar voz a la mayoría de los ciudadanos de una circunscripción, o en dirimir quién habrá de gobernar un municipio, un estado o el país en su conjunto, sino en valorar el conjunto de pruebas que se le presentan para determinar la verdad judicial: esa construcción imaginaria que permite la convivencia social al dirimir las controversias entre particulares, o entre particulares y el Estado, a partir de los testimonios y las pruebas que se le presentan.

Esta es la razón, como ya hemos constatado en la fase inicial del experimento, de que el periodo de campañas haya resultado tan inane: ¿con qué criterio un ciudadano puede elegir entre una persona y otra? Para hacerlo a conciencia, tendría que revisar con lupa la biografía de cada uno -sobre todo cuando los únicos requisitos para presentarse son mínimos- o creer sin más las vagas promesas de cada candidato. Lo más probable es que al final sean tanto Morena como el crimen organizado quienes determinen a los vencedores, cuando no el más puro azar.

Si hasta ahora la decisión más irresponsable de cualquier político mexicano del siglo XXI había sido la guerra contra el narco de Calderón -lanzada sin ningún cálculo o estudio previo, sin medir las consecuencias, lanzándose al vacío por capricho-, lo que ocurrirá en quince días no le estará a la zaga.

Otra vez sin prever lo que va a suceder, por un mero impulso megalomaniaco, comenzaremos a destruir nuestros poderes judiciales sin tener la menor idea de qué pasará al final. Esto es, acaso, lo más peligroso del proyecto: con su absurdo modelo, ni AMLO, ni Sheinbaum ni Morena pueden anticipar cómo funcionará la justicia en México una vez eliminada la carrera judicial, dejando que algunas de las decisiones cruciales para las vidas de millones queden en manos de juzgadores novatos e inexpertos en un caos que de por sí no tiene salida porque, entretanto, se ha decidido no reformar ni las fiscalías ni las policías.

Sin importar los resultados, el 1º de junio México dará un paso a ciegas hacia un sistema de justicia aún más frágil e incierto para millones de ciudadanos y, sobre todo, una vez más, para los pobres y los desfavorecidos