Chihuahua, Chih.
La trágica muerte del ciudadano afroestadounidense George Floyd, fallecido durante una brutal detención policial en el norte de los Estados Unidos el mes pasado, desató una ola de insurrección popular a nivel mundial en contra del racismo y de la brutalidad policial, así como también ayudó a cortar de tajo con la displicencia, la invisibilización y la normatividad que le solíamos dar a aquellas problemáticas en nuestra sociedad actual.
Recientemente, aquel brote de inconformidad social, buscó tomar como eje central de sus demandas y exigencias de justicia, el retiro de todos aquellos recintos, monumentos y esculturas relacionadas con el racismo y con el pasado de la sociedad colonial de distintos países y regiones a nivel mundial.
En todo el mundo varios monumentos, esculturas y sitios históricos, que representan a personajes o situaciones históricas trágicamente relacionadas con el racismo y la discriminación prevalecientes por varios siglos han sido derrumbados, alterados o trasladados fuera de su ubicación original.
Una práctica similar tenía lugar durante el apogeo del antiguo Imperio romano, dónde se aplicaba la deshonra a figuras políticas y sociales conocida como "Damnatio Memoriae", la cuál borraba todo rastro de su legado y de su paso por la historia, condenando su legado a vagar por los oscuros y laberínticos pasillos de la memoria.
Cientos de años después, volvemos a aplicar una condena similar a figuras históricas que representan la brutalidad de las cadenas de la esclavitud, de la explotación y de la crueldad humana, tan antiguas como lo somos nosotros mismos.
Es un logro reciente el reconocer la importancia de combatir el racismo y evitar exaltar a estas figuras y sucesos claves que permitieron que el sufrimiento humano se convirtiera en el negocio más rentable en la historia de la humanidad.
Sin embargo, jamás podremos borrar o cambiar la historia, por más trágica y oscura que pudiera llegar a ser.
La razón de ser de aquellos monumentos, es recordarnos que jamás debemos permitir que un ser humano vuelva a ser comercializado como un producto o ser juzgado por el color de su piel, sus rasgos étnicos y la expresión de su identidad.
El mismo ejemplo se repite en los antiguos campos de concentración erigidos durante una de las épocas más oscuras en la historia de la humanidad: en el auge y caída del régimen del nacionalsocialismo alemán (1933-1945).
La conservación de tales centros del horror y de la brutalidad nazista es un duro recordatorio de lo que jamás debe volver a suceder, es un balde de agua fría para las posibles ansias de ambición del totalitarismo moderno.
El visitar el Museo del Holocausto en la vecina ciudad de El Paso, Texas durante mi niñez me dejó una fuerte impresión que todavía conservo hoy en día a mis veintiún años de edad.
Recuerdo los zapatos viejos apilados de las víctimas, las recreaciones de las cámaras de gas, los viejos ropajes de los prisioneros, las estrellas amarillas cocidas en su vestimenta, las fotografías de los cadáveres apilados y de las víctimas aquejadas por la desnutrición y la enfermedad.
Además recuerdo las reproducciones a tamaño escala de los trenes de pasajeros con destino a su trágico final en los campos de la muerte, las reproducciones de los negocios y viviendas de los habitantes de origen judío vandalizadas durante "la noche de los cristales rotos" y los utensilios y artículos personales de las víctimas tales como valijas, fotografías familiares, vasijas de porcelana, cucharas finas, entre otras.
Estos objetos y artículos personales caían muchas veces en manos de los oficiales del nazismo, ya que la corrupción entre los oficiales y aduanales del régimen hitleriano era muy frecuente y solían repartirse el "botín" entre ellos mismos, sus familiares y conocidos.
Ante el rápido y moderno cambio de pensamiento ideológico y social contemporáneo, no me sorprendería qué quizás algún día se decidiera cerrar, clausurar o abogar por desaparecer aquellos símbolos de un pasado que jamás debe repetirse.
De ser así, la historia no cambiaría, el legado de las cámaras de gas, los perros guardianes, los pelotones de fusilamiento y las víctimas esparcidas por doquier seguiría vivo en las páginas de los libros de historia, en las novelas, ensayos o documentales históricos, fotografías, testimonios, videos o otras técnicas de recolección de datos e información.
Es muy sencillo evitar recordar un pasado escabroso e incómodo, sin embargo, el tiempo, especialmente aquel que ha transcurrido en el pasado es fantasmal, no se puede borrar, cambiar o modificar, sólo nos queda interpretarlo, comprenderlo, conocerlo en su fondo y en su esencia; y finalmente evitar repetirlo.
Al borrar todo rastro de la ignominia cometida por nuestros ancestros y antepasados podríamos caer presas de la desmemoria histórica.
Hoy en día ante la incredulidad no de unos pocos cuántos si no de cientos de miles en todo el mundo, específicamente en una Alemania socialdemócrata (no nacionalsocialista), el Holocausto se considera una falacia, el negacionismo de los campos de exterminio y de la brutalidad y bestialidad que asoló a toda Europa Occidental con sus botas y uniformes compuestos por la cruz gamada y los colores del nazismo durante los años treinta y cuarenta del siglo pasado, continúa en aumento, incluso se considera un delito en el caso francés, alemán, español y suizo entre otros.
La razón de ser de aquellos monumentos y sitios históricos es ayudarnos a comprender nuestra historia para no tener la necesidad de repetirla.
Al tachar o borrar algún suceso o personaje histórico que tuviera un pasado oscuro o tuviera participación en actos crueles o deplorables, adelgazaría sin duda los estudios y los libros de historia, así como nuestra capacidad de diseccionar y comprender nuestra historia.
La historia de la humanidad es una continúa lucha entre luz y oscuridad, entre bondad y crueldad y entre humanidad y deshumanización, la crueldad y la bondad son inherentes al bípedo conocido como ser humano, no debemos olvidarlo.