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De la mexicanización de la pandemia

De la mexicanización de la pandemia 12 de junio de 2020

Leonardo Meza Jara

Chihuahua, Chih.

No cabe duda, en estos días estamos viviendo lo más álgido de la mexicanización de la pandemia. Esto es muy diferente al hecho de vivir los días del mayor número de contagios y muertos por el Covid-19 en México. 

La idea de “tropicalización de la pandemia” que se puede aplicar para toda América Latina, no resulta confiable para conceptualizar lo que está pasando en México. La mitad del territorio de nuestro país queda entre el Trópico de Capricornio y el Trópico de Cáncer. La otra de mitad, de Zacatecas para arriba, apunta para el norte, y es un norte demasiado norteado. 

Ya hemos mexicanizado la pandemia, le hicimos un semáforo para rendirle culto semana tras semana, ese será el altar ante el cual nos hincaremos en los meses siguientes.  

Y ese semáforo, que en un principio era uno solo, ya se ha multiplicado. Si Jesucristo multiplicó los peces y los panes, porqué los mexicanos no seremos capaces de multiplicar un semáforo, con sus colores cambiantes y sus movimientos que desconciertan.

La federalización del semáforo, para que cada estado tenga un semáforo propio, es en el fondo una estrategia barroca. Ya vamos teniendo 32 o más semáforos, que muy posiblemente, tendrán contenidos y formas de interpretación diferentes. Uno de los grandes aportes del gobierno federal y de los gobiernos estatales para la historia, será la semaforización creciente y multiplicada del país. El presidente y los gobernadores van a ser recordados como los tránsitos que hacen sonar más fuerte el silbato de la historia, para que nos detengamos o para que sigamos adelante. 

No queda claro si esos semáforos serán más científicos que políticos, o más políticos que científicos. Los mexicanos somos especialistas en mezclar bajo las fórmulas más extrañas, colores y formas que resultan exóticas e incomprensibles. Eso es precisamente el barroco, la mezcla de un conjunto de formas, colores y textos, que son deslumbrantes, como los retablos de las iglesias y los poemas de Octavio Paz.

Uno mira un retablo de una iglesia barroca y queda extasiado ante el cúmulo de formas que se amontonan en un solo espacio, con una belleza inigualable. 

Uno lee un poema de Octavio Paz, y la forma barroca de sus imágenes lo sumergen en un tobogán estético que desemboca en un mareo. 

Algo parecido terminará pasando con los semáforos de la nueva  normalidad. Un cúmulo de semáforos que difieren por sus contenidos y sus formas de interpretación, la ciencia que se confunde con la política y miles de espectadores que nos sentamos a la orilla de la incertidumbre y del miedo, esperando que los colores de los semáforos pasen de rojo a naranja, de naranja a amarillo, y de amarillo a verde. 

Lo peor del caso, es que no sabemos si al mirar los colores cambiantes de esos semáforos, tenemos los ojos abiertos o cerrados. 

En México, todos nos hemos pasado un semáforo en rojo. Pasarse un semáforo es un deporte nacional, de alto riesgo, por cierto. El mexicano que niegue haberse pasado un semáforo en rojo, estará negando la cruz de su parroquia.

Junto con el deporte de pasarse los semáforos en rojo, los mexicanos somos extraordinarios para inventar excusas y para ofrecer mordidas. Es mejor pedir perdón que pedir permiso, dicen. 

La fraseología mexicana es barroca por su tendencia a inventar salidas imposibles, desdoblamientos de significados que se proyectan hasta el infinito y contradicciones que adquieren la forma de una rima.

Hace mucha falta Carlos Monsiváis para explicar con ironía y lucidez, la manera en que hemos ido mexicanizando la pandemia. La columna “Por mi madre Bohemios” se hubiera llenado de las contradicciones y los absurdos más excelsos, a partir de las declaraciones de los políticos en estos días. 

Las conferencias de López-Gatel podrían haber quedado convertidas en una lotería de números en la que nunca nadie gana, y esa sería la forma más bella de nuestra derrota colectiva. Las crónicas del “Monsi” nos estarían atravesando de manera irónica e hiriente, para dibujar las confusiones que nos invaden a lo largo de un encierro que resulta impreciso por todos lados. 

Y no es que durmamos con el enemigo, también almorzamos, comemos, cenamos, nos dormimos y soñamos con el enemigo, porque nuestro enemigo, tal vez seamos nosotros mismos.

En México es imposible un toque de queda, porque nadie se queda quieto, empezando por el presidente. Es imposible forzar el uso del tapabocas, porque la jocosidad y la violencia de nuestras palabras y nuestras formas de vida, son desbordantes, y no pueden ser detenidas ni por un dique de cemento. 

Es imposible que nos obliguen de forma estricta a obedecer un conjunto complejo de reglas, porque hemos aprendido a torcer las ramas en las que pretenden sentarnos por decreto. 

Si López-Gatel afirma que la pandemia en México tiene dos o más finales, tal como afirmó en la conferencia vespertina de ayer, si el semáforo está en rojo y el presidente nos invita a que perdamos el miedo de salir a la calle, no es porque le apuesten a una  mexicanización de la pandemia. Es porque la pandemia ya se ha mexicanizado. Y no es culpa del presidente, ni de López-Gatel y el equipo de especialistas que lo acompañan. 

Somos mexicanos, y la mejor fórmula para analizar a profundidad lo que está pasando, no es el método científico sobre el que tiene puestos los pies López-Gatel, tampoco es una dialéctica reduccionista de chairos y fifís, tal como pretende el discurso lópezobradorista.

La forma florida y desbordante del barroco mexicano, sus miles de entradas y salidas a un mismo sitio que cada vez es diferente, los laberintos que se levantan con bardas diseñadas para ser saltadas, esa será la mexicanización de la pandemia, bajo la forma de la tragedia o de lo que pueda ser…

 

 

 

 

Leonardo Meza Jara

Maestro, analista político.