Chihuahua, Chih.
El principal problema de Sinaloa es la mafia con la que cohabitamos. Nada debería importarnos más que comenzar en serio a reducirla
La memoria colectiva es corta. La personal ni se diga, además de selectivamente convenenciera. Nos contamos y autoconvencemos de las historias que nos gustan, las que nos hacen sentir bien. Y descartamos aquellas que duelen o nos avergüenzan.
Por muchos años, décadas de hecho, los sinaloenses y sobre todo los culichis, nos hemos contado y creído una historia que es mentira.
Esa que dice el narco sinaloense es diferente a otras mafias en otros lugares menos afortunados: una mafia donde sus miembros son “buenas gentes”, que “dejan trabajar”, un grupo “que no se mete contigo, siempre y cuando no te metas con ellos”. Veíamos los casos de Tamaulipas o Michoacán y en voz baja agradecíamos que nuestro cártel “es más sofisticado”.
Una mafia que no expolia, sino que apoya: regalando despensas en hospitales con las iniciales y símbolos de sus facciones mientras los medios les hacen notas de propaganda; poniendo iglesias en las rancherías y hasta patrocinando monumentos religiosos en la sierra con el visto bueno de sus gobernantes y gobernados.
Una mafia que auspicia negocios, consume cuentas enormes en bares y restaurantes y hasta deja buenas propinas; que compra autos deportivos, camionetas de lujo y vehículos todo terreno como quien va por cacahuates. Una mafia que es modelo a seguir en redes sociales y hasta un rasgo identitario hacia afuera. Una mafia que lava dinero en campañas políticas, impone líderes gremiales y construye cacicazgos a ojos de todos.
Lo toleramos; hacemos la vista gorda, pero en el fondo siempre lo hemos sabido. Y como a nadie le gusta ser señalado, nos inventamos burbujas para seguir viviendo en esta ciudad reduciendo el riesgo todo lo posible. Por eso, vivimos en cotos privados con plumas de acceso, portones y rejas metálicas. Contratamos seguridad privada, instalamos alarmas y circuitos cerrados, activamos GPS en los carros y apretamos los requisitos de admisión de los colegios y los fraccionamientos para evitar que “los malos” se colaran entre “los buenos”. Como si no fuéramos todos los mismos y no termináramos siendo vecinos y hasta compadres… o socios. A sabiendas o porque deliberadamente renunciábamos a averiguar.
Pero en los procesos sociales no hay atajos y hoy queda claro que dejar de ver el problema no lo resuelve. Desde el primer jueves negro, cuando la facción de Los Chapitos desplegó toda su violencia en el sector Tres Ríos de Culiacán para liberar a Ovidio Guzmán, tuvimos que asumir nuestra realidad mafiosa. Si bien no atacaron a ningún civil de manera directa, tres inocentes murieron en la refriega y decenas de vehículos fueron siniestrados. Esa tarde vivimos por primera vez el narcoterrorismo. Y llegó para quedarse.
Repetimos ese jueves negro, pero a escala estatal el 5 de enero de 2023. Esa vez los criminales perdieron: Ovidio fue detenido en medio de una batalla en Jesús María que dejó decenas de muertos entre civiles y militares y centenas de autos destruidos en los 500 kilómetros que separan a Escuinapa de Ahome. El narcosecuestro duró todo el día y abarcó al estado entero.
Articulamos entonces una respuesta social tímida e insuficiente: marchamos, nos indignamos, construimos una cierta narrativa de paz desde la sociedad civil, ciertos empresarios y medios de comunicación. Tomamos cursos, pero no aprendimos ni accionamos nada en lo profundo. Las autoridades hicieron como que hicieron, pero no hay un solo detenido del primer Jueves Negro. Hubo catarsis. No hubo justicia. Lo que nos urgía era volver a “como era antes” y con eso nos conformamos.
Los homicidios dolosos comenzaron a descender en Sinaloa desde 2018 y para 2022 tocamos la tasa más baja de este delito en más de una década. Los militares llegaron para asumir nuestra seguridad y creímos en “el modelo securitista y militarista” en el que, por cierto, seguimos.
Cometimos entonces la osadía de hablar de la “pacificación” de Sinaloa mientras las personas desaparecidas se volvían las nuevas víctimas del crimen organizado, incluso al nivel de duplicar los homicidios; pero como la gran mayoría de quienes son raptados pertenecen a los estratos sociales más bajos y no a las élites, los criminalizamos y ninguneamos: “en algo andaban”, repetimos cínicamente para no ver a los ojos a las madres que los buscan.
Los desaparecidos son la nueva violencia homicida del cártel, la “justicia” que ellos aplican sin que a nadie le importe. “Sin cuerpo no hay delito”, nos dice María Isabel Cruz, líder del colectivo Sabuesos Guerreras, quien todavía busca a su hijo Yosimar, un joven policía desaparecido desde 2017. El sexenio de López Obrador acumuló más desaparecidos que ningún otro, pero la popularidad del expresidente no se afectó en lo más mínimo.
Por eso la paz que creímos alcanzar no era una paz duradera, sino una bastante frágil. Una pax narca. Una paz en la que los más vulnerables siguen poniendo los muertos. El primer Jueves Negro tuvimos que abrir los ojos y reconocer que nuestra tranquilidad estaba en otras manos, no en las nuestras, y aún peor, tampoco en la de nuestras autoridades.
La razón la explica Leoluca Orlando, artífice del renacimiento de Palermo a finales del siglo pasado, con una lucidez que paraliza:
“... hay una relación entre democracia y paz… la paz es demasiado importante como para confiársela sólo a los militares. Palermo recuerda que hay una relación entre democracia y legalidad, pero que la legalidad es demasiado importante como para confiársela a los policías y a los fiscales.
Es el modelo del carro siciliano, el tradicional carro con dos ruedas, la de la cultura y la de la legalidad.
Dos ruedas que deben rodar a la misma velocidad, de otro modo el carro no va hacia delante, sino que gira sobre sí mismo. Si no gira nada más que la rueda de la legalidad sin que gire la rueda de la cultura, existe el riesgo de que los ciudadanos digan que “se estaba mejor cuando se estaba peor”.
Si no gira nada más que la rueda de la cultura sin que gire la rueda de la legalidad, existe el riesgo de que se organice un buen concierto de música siciliana en honor de algún capo mañoso.” (Cultura de Legalidad: el papel de los medios de comunicación, p.7)
Hoy, que pasamos de una tarde, a un día, a un mes secuestrados en nuestras casas, con un profundo ausentismo escolar, con negocios que cierran antes que se oscurezca para evitar los asaltos y prácticamente sin vida nocturna, los culichis hemos comenzado a hacer lo que más me temía desde que la disputa entre los Guzmán y los Zambada comenzó: normalizar la violencia, asumir que tenemos que “funcionar” con la guerra.
Tan solo el lunes pasado asesinaron 12 personas en una capital que tuvo una movilidad aceptable durante el día. Es comprensible, todos queremos encontrar una manera de volver a vivir, trabajar, ir a la escuela sin que el miedo nos paralice.
Tal vez lo logremos de alguna manera en lo que esta disputa se termina (la anterior duró 3 años y vendrán otras). La pregunta es si cuando eso pasé habremos aprendido que no vamos a vivir en paz de verdad en tanto no exijamos al gobierno en turno que haga su parte en la legalidad, el derecho y la justicia.
Hay que decirlo como es: el principal problema de Sinaloa es la mafia con la que cohabitamos. Nada debería importarnos más ahora que comenzar en serio a reducirla, acotarla, tijeretear sus hilos políticos, empresariales y sociales trabajando en las dos ruedas del carro: la legalidad, primero, y la cultura después.
Porque si algo no ha cambiado en el medio siglo que la mafia lleva instalada en Sinaloa es la impunidad con la que trafica, asesina, secuestra, corrompe y lava dinero. Y eso pasó lo mismo con el PRI, que con el PAN y ahora con Morena. Hoy que la violencia alcanzó a personajes de la política como Melesio Cuén o Faustino Hernández, que nadie se diga sorprendido.
El equilibrio mafioso que vivíamos reventó el pasado 25 de julio cuando las dos facciones más poderosas del cártel de casa entraron en una pugna que parece no tener arreglo posible. Y es una pugna en el que nos va de por medio el territorio en el que vivimos todos, no hay manera de sustraerse de sus consecuencias.
Hay mucho que los sinaloenses podemos hacer y articular para responder a esta emergencia, y sobre eso seguiré escribiendo en próximas entregas, pero me parece que ahora nuestra prioridad debe ser la exigencia.
La ruptura criminal no es culpa del gobierno en turno, pero detener sus efectos sí es su responsabilidad. Tanto la presidenta Claudia Sheinbaum como el gobernador Rubén Rocha Moya tienen la oportunidad de atajar esta crisis y demostrar que hay voluntad política para combatir al crimen organizado echando a andar la primera rueda, la de la legalidad; es decir, que veamos a los que nos roban la paz detenidos, procesados y sentenciados sin distingos.
No en Estados Unidos, como ha sucedido hasta ahora, sino aquí, en México y en Sinaloa. Los lugares en los que nuestras autoridades fueron votadas abrumadoramente para gobernar. Sí, eso, gobernar.
*Publicado por El País el 12 de octubre de 2024.
Adrián López es director del diario Noroeste.