Chihuahua, Chih.
La vibrante gastronomía de una región echa mano de los ingredientes que recolectan de sus campos para proveer a sus platillos de peculiares coloridos, texturas, aromas y sabores que solo en esas tierras pueden darse. Y la combinación de esos ingredientes, la manera de combinarlos al cocinarlos, los modos y los momentos para degustarlos, conforman los elementos identitarios más intimos de las personas.
La buena comida propone volver al molcajete, a la salsa que no viene en un frasco, al consomé que no es un polvo, al guisado que no sale de una lata. Y con ello posibilitan los platillos que no pierden sus aromas ni aletargan sus sabores ante la deplorable, aunque inevitable globalización que ha macdonalizado al mundo.
Comer es un acto natural; cocinar, un acto cultural. Estos conceptos son aplicables a las tierras bárbaras en donde vivo, y cuyo nombre ha estado definido por algunas nociones alimentarias. Trescientos años antes, los nahuas, llevados por los españoles a trabajar en las minas, miraban perplejos a los rarámuris quienes recorrían largas distancias alimentados únicamente con el pinole que cargaban en las talegas o costalitos a los que los nahuas llamaban chiwawaras. Esta palabra puede ser el origen de la palabra Chihuahua.
José Vasconcelos, en los treintas del siglo XX, al llegar a Chihuahua, escrutó el silencioso reino árido y espinudo, detectó en el aire caliente de estas tierras baldías las ráfagas de recios olores y dictaminó: el norte es el territorio donde termina la cultura y comienza el olor a la carne asada.
El espíritu bárbaro fue detectado por un olor contundente. Vasconcelos avanzaba en su cruzada para catequizar a los remisos bárbaros del norte llevando bajo su brazo a Los Clásicos literarios convencido de que la educación y la cultura lograrían que las personas fueran libres.
En un libro se devela una cultura, una cosmogonía. Deseaba convertir estos desiertos en una Atenas y a estos toscos hombres, almas a la intemperie, en caballeros ilustrados. Al principio ese olor le respingó en la nariz, pero poco a poco lo fue seduciendo. Vasconcelos fue siguiendo el olor de la sangre y se acercó a la matanza de animales con la que los rancheros celebraban la finalización del herraje.
Cuando llegó al rancho, un chivito en canal daba vueltas sobre el fuego, mientras que en una parrilla de hierro echaban las chuletas, los aguayones, las adobadas, las pulpas, los cortes, las salchichas, y entre las brasas del carbón de mezquite se cocían las papas, las cebollas, se toreaban los chiles jalapeños y las chilacas, y de paso en una olla de barro hervían los frijoles, y en otra el café con canelas, se tostaban los elotes y en un chueco comal de aluminio las tortillas de maíz y de harina se esponjaban.
A un lado, en el cazo de cobre chirríaban los chicharrones, y bajo su pie, enterrada, la cabeza de una vaca horneándose como barbacoa… Y todo habría de comerlo sin mantel ni cubiertos, ni servilletas, con ambas manos, sentados en cuclillas. Cuando le franquearon la comida a Vasconcelos (un dandy perfumado), escondió su corbata bajo la camisa blanquísima, y haciéndole agua la boca tomó parte del lomo del animal y clavó el diente como los animales los hunden en sus presas, llenándose la boca y parte del rostro de carne, grasa y sangre… Con un gesto que Vasconcelos creyó imperceptible se limpió la boca con la manga de la camisa y las manos en el casimir.
Así degustó Vasconcelos el espíritu bárbaro.
Aquellas comilonas derivaron, en su version menos épica, más doméstica, en la discada. En un viejo y desechado disco de arado, puesto sobre un fuego que proviene no de la leña sino de un pequeño tanque de gas, se van arrojando lo que a su paso encuentran (carnes, tocinos, jamones, chiles, cebollas, y lo que haya quedado del día anterior) resultando un platillo que se come en tacos y que a mí no me acaba de convencer por su extraordinario barroquismo de sus ingredientes que termina por carecer de la sutileza y elegancia, del sabor, de un buen platillo.
Dicen que los libros que llevaba Vasconcelos para alimentar las mentes rústicas de los chihuahuenses aún permanecen sin abrir, sin degustarse.
Los libros de este autor, Alfredo Espinosa, se encuentran a la venta en Librería Kosmos, a un lado de las Fuentes Danzarinas.