Chihuahua, Chih.
Si bien, el Tren Maya ha sido piedra angular de los planes de desarrollo proferidos por la Cuatro Te, aún es una incógnita si la cristalización de este proyecto es una idea integral, o una “llamarada de petate”, surgida al calor de la necesidad y el discurso gubernamental.
Esto, porque, aunque el Tren México-Toluca ha dado destellos y de repente se ha hablado del mismo, no ha contado con la misma pulsión que sí ha recibido, a lo largo de todo este tiempo, el ferrocarril peninsular.
Ante esta interesante temática, surgen mucho más preguntas que respuestas.
El día de ayer, el periodista sonorense Damián Duarte expuso, en la mañanera, la cruda realidad que enfrentamos los norteños en torno a la lejanía de la capital de la nación, y las vicisitudes que implica trasladarse hasta aquellos lares.
Grosso modo, Duarte expuso que, antaño, había líneas ferroviarias que comunicaban con el occidente (Guadalajara) y el Centro del país.
Empero, mencionó, desde la privatización de los ferrocarriles, acaecida durante la primera parte del sexenio de Ernesto Zedillo, en 1996, el servicio del tren de pasajeros -con sus singulares excepciones, como el Chepe- prácticamente desapareció de tierras mexicanas; esto, porque los nuevos propietarios (consorcios nacionales e internacionales) lo consideraron inviable, planteando, para sí, que los trenes de carga eran los que podían tener mayores rendimientos.
Al escuchar esta exposición, el Presidente López Obrador comentó que se podría hablar con los concesionarios y analizar la posibilidad de que se reanudara el servicio del tren de pasajeros, pues, de alguna manera dejó entrever, era una necesidad de la ciudadanía.
A este respecto, coincido con lo que se ha planteado hasta el presente: antaño, la red ferroviaria interconectaba los diversos puntos del país, desde el norte hasta el centro. Su persistencia, permitía a las poblaciones de las diversas localidades de la nación, trasladarse a los distintos puntos de la geografía nacional, muchas veces pagando precios módicos.
Es importante destacar que, aunque la red de ferrocarriles tuvo una gran amplificación durante el Porfiriato, los gobiernos postrevolucionarios administraron ese servicio desde el estado, de modo que pudiera ser funcional para las grandes mayorías que demandaban un traslado económico.
Empero, no todo era perfecto, pues, en Tragicomedia Mexicana (1994), el escritor José Agustín esgrime que, para los gobiernos de este signo, fue más una prioridad la construcción de carreteras (símbolo de progreso de acuerdo al nuevo timing) en detrimento de las vías férreas.
A pesar de esto, y de los álgidos conflictos sindicales y económicos que se vivieron en este sector a mediados del siglo XX, el tren siguió siendo considerado parte relevante del transporte nacional; ello, hasta que llegaron los gobiernos neoliberales (aunque fueran del mismo tricolor).
A finales del siglo XX, la narrativa era diametralmente opuesta: la tecnocracia visualizaba a los ferrocarriles como un cascarón de los viejos tiempos, que implicaba una sangría de recursos para la federación, poco competitivo y viable, motivo por el cual decidieron desincorporarlo y pasarlo a manos privadas.
No obstante, a contrapelo de lo que sucedió en otros sectores, como la telefonía (donde hubo una importante tecnificación, no obstante la preponderancia en el sector de las telecomunicaciones, ejercido por el Ing. Carlos Slim), el ferrocarril no se volvió mejor ni más competitivo, sino que casi desapareció, tanto de la actividad, como del imaginario colectivo.
Si, hasta principios de la década de 1990, tomar el tren era una actividad que conectaba con la cotidianidad de las clases populares, un decenio más tarde, rememorar al tren se había tornado en una especie de evocación al pasado.
Si hablar de aviones y aeropuertos implicaba insertarse en el discurso de la modernidad; referir a los ferrocarriles era una especie de añoranzas a los tiempos revolucionarios primigenios.
Y esa estampa no dejó de perdurar. Si en Europa o Asia, los trenes podían ser vehículos de progreso (como en la revolución industrial) y existían trenes bala, en el México neoliberal, evocar ambos vocablos era incurrir en una antinomia.
Afortunadamente, como en otras áreas, AMLO siempre se opuso a la idea preponderante. Desde su primera campaña presidencial, en 2006, propuso que, de ganar las elecciones, se construiría un Tren Bala que surcara el país de norte a sur.
Tristemente, esa idea jamás se cristalizó, pues AMLO no llegó a Palacio Nacional en aquella ocasión, y Felipe Calderón, inmerso en su retórica neoliberal, concedió poca relevancia a los ferrocarriles durante su sexenio. La tónica con Peña Nieto fue exactamente la misma, repitiendo la misma jerigonza neoliberal que hasta entonces había imperando, contribuyendo, con ello, a borrar, aún más, el legado revolucionario que alguna vez pudo tener el PRI.
Ahora, como se esgrime al principio de este artículo, el Presidente López Obrador ha tratado de darle un giro de 180 grados a aquel discurso que rayaba en el pragmatismo extremo.
Ha convertido al Tren Maya en piedra de toque de su administración, no obstante los conflictos que el mismo le ha acarreado con tirios o troyanos.
Falta por ver si hay un expansionismo en la política ferroviaria; más aun, en tiempos en los cuales, lo que parecen abundar son las “vacas flacas” y la incertidumbre absoluta.
Empero, ante la ruptura de paradigmas, considero que el Presidente debería escuchar las palabras de Damián Duarte.
No es posible que, ante un gobierno que pretende cimbrar a la administración pública desde los cimientos, el rubro del transporte presente pocas modificaciones (no obstante los avances del Aeropuerto de Santa Lucía y del ferrocarril en mención).
Considero que se debe aplicar una política distinta en ese sentido, y el gobierno obradorista debe dejar constancia de ello. Esto es, tan sólo, mi humilde considerando.