¡Ay Chihuahua, cuánto apache!

Chihuahuenidad

¡Ay Chihuahua, cuánto apache! 17 de octubre de 2022

Alfredo Espinosa

Chihuahua, Chih

En 1616 se sublevaron los tepehuanes. Los españoles habían fundado sus reales de minas en Santa Bárbara, San Francisco del Oro y en San José del Parral sin reparar en el detalle de que se habían asentado en las regiones que pertenecían a los tepehuanes. Este asalto provocó la guerra. 

Entre el júbilo de los fundadores (Juan Rangel de Biezma descubrió la mina bautizada como “La Negrita” que más tarde le llamarían “La Prieta”). No sería exagerado afirmar que del vientre de esta mina nació Parral y que esta ciudad fue la concreción de casi todos los anhelos de los conquistadores, de los misioneros, de los aventureros, los mineros que alzaban sus piquetas, de los comerciantes, de los incipientes agricultores y ganaderos, desfilaban y se integraban al primer imperio de la Nueva Vizcaya. 

Todos los colonos poseían valía en la pirámide social; sólo dos clases carecían de valor social: los indígenas y los esclavos.

Por otra parte, los mineros, quienes sostenían en sus hombros los ímpetus colonizadores, sucumbían al mal de piedra (silicosis y tuberculosis) que antes de matarlos, los asfixiaba, o caían aplastados por los derrumbes en las minas o envenenados por los gases tóxicos (monóxido de carbono) o por intoxicación por mercurio, plomo o mercurio. 

Estos héroes permanecían anónimos mientras se glorificaba a los conquistadores, a los misioneros, a los fundadores.

 


Más grave aún fue el destino indígena: muy poco se reparó en el detalle de que ese imperio se edificaba en tierras que eran reclamadas como propias por los tepehuanes. 

Los tepehuanes comenzaron a combatirlos y atacaban indistintamente misiones, reales de minas y haciendas de beneficio de metales; por su parte, los españoles utilizaban métodos igualmente bárbaros como quemar y ahorcar indios bárbaros, incendiar los maizales, ofreciendo espurias ofertas de paz, reprimiendo y dividiendo a las tribus indígenas y sometiéndolas a trabajos de esclavos. 

Esta fue la primera gran guerra entre españoles e indígenas. La perdieron los tepehuanes y tuvieron que abandonar sus llanuras y se refugiaron sierra adentro. 

No obstante que la ferocidad española fue peor que la indígena, los franciscanos al recordarla y definirla no dudaban que hubiera sido “originada por el demonio”. 

La ideología y la religión, Dios por delante, les impedía comprender la exigencia de los tepehuanes: el respeto a sus tierras en las que, desde hacía muchos años antes de la llegada de los españoles, ya ocupaban y que la habían conquistado en sus interminables luchas contra otras tribus indígenas. 

Los conquistadores, poseedores de la única verdad y guiados por Dios, no concebían que esos indios de costumbres tan relajadas y “ofensivas” (polígamos, politeístas sin grandes pasiones religiosas, a veces caníbales, muy dados a la buena vida) fueran dueños de las tierras en donde habían encontrado las minas.

Derrotados, los tepehuanes habían aprendido la lección: los hijos de Dios eran la viva reencarnación del demonio, y decidieron buscar la paz alejados de los intereses de los españoles. 

En contraste, los apaches, tobosos, conchos, los indios pueblo y tarahumaras comenzaron por robarles caballos y armas, y empezaron a utilizarlas. Hubo una rápida aculturalización guerrera cuyas demostraciones habrían de alcanzar su clímax en los años ´40 y ´50 del siglo XVII.

Los españoles por su parte organizaron la protección de sus bienes, proyectaron sus nuevas conquistas territoriales, idearon la manera de someter a los indios para que les proporcionaran mano de obra en sus minas, y estos propósitos fueron logrados a través de una estrategia que contemplaba tres asuntos nodales: la enseñanza de su lengua, la evangelización y el ejercicio del poderío militar. 

La ambición, la cruz y la espada en sus expresiones más organizadas: los reales de minas, las misiones y los presidios.

Los nuevos yacimientos de plata de 1631 en Parral, que muy pronto se convirtió en centro de una gran actividad económica, atrajeron a trabajadores de otras latitudes (artesanos, arrieros, esclavos negros, transportistas), y a algunos miembros de las tribus indígenas menos belicosas. 

Parral se convirtió en la capital económica del norte y en esos años se pobló con una velocidad asombrosa; ahí prosperaban, además de la minería, el comercio, la agricultura y la ganadería, por lo que fueron expandiendo sus territorios, abriendo nuevos caminos en busca de nuevas vetas y de ese modo, fueron desplazando los asentamientos indios y, por supuesto, provocando otros resquemores. 

En 1645, los tobosos atacaron la misión de  San Francisco de Conchos asesinando a algunos misioneros franciscanos; al mismo tiempo otro grupo de tobosos atacaban las misiones jesuitas de Satevó y San Lorenzo. En este ataque se unieron los conchos, tribu que los españoles consideraban en esos tiempos como leales colaboradores, así como los tarahumaras. 

Este levantamiento fue de tal magnitud que el gobernador de la Nueva Vizcaya, Diego Guajardo Fajardo, decidió encabezar el contraataque. Resultado: una masacre. 

En 1653, Gabriel Teporame (Tepóraca), “El Hachero”, líder tarahumara, fue capturado y ahorcado en Tomochi. El último gesto del líder tarahumara fue escupir a sus verdugos.

Luis Aboites conmina a comprender las razones del levantamiento de los conchos, quienes “...mostraban un odio feroz contra la corrupción española, incluida por supuesto la religión católica...”, y los tarahumaras de esta manera: “A la violencia española, sobre todo en términos de explotación del trabajo y de imposición de formas de vida y creencias…

Los jesuitas combatían ceremonias fundamentales del entramado social tarahumara, por ejemplo, las tesgüinadas, que reunían a los habitantes dispersos, o la poligamia…”.

Los tarahumaras, refugiados en la sierra, fueron alcanzados otra vez por la avidez de los conquistadores. En 1687 se denunció la rica mina de Santa Rosa de Cusihuiriachi por lo que se creó también una nueva jurisdicción. 

El padre Neumann oyó el galope de los nuevos aventureros que habían detectado el guiño del demonio desde las entrañas metálicas de la Alta Tarahumara. 

Los recién avecindados despojaron nuevamente a los tarahumaras de sus territorios por atreverse a faltar muchas veces “a la obediencia que han dado a su Majestad, apostatando de la ley evangélica que profesaron y ser más perniciosos que los demás, y los que atraen otras muchas naciones contra los españoles...”. 

De los apaches, Bernando de Gálvez había informado a Su Majestad que eran “los verdaderos enemigos que tienen las Provincias Internas, los que causan su desolación, y los más temibles por sus conocimientos, sus ardides, costumbres guerreras (adquiridas en la necesidad de robar para vivir) y por su número. ¿Quién ha contado esta gente? ¿Quién ha visitado todas sus rancherías?”.

Los colonos novovizcaínos vieron llegar a los apaches, montando a pelo sus caballos, con sus arcos en la mano y su carcaj de flechas envenenadas a la espalda, y coreando sus peculiares gritos de combate, y con el Jesús en la boca exclamaron: 

“¡Ay Chihuahua, cuánto apache!”.