Chihuahua, Chih.
Como muy pocas veces, el inicio de un año es tan esperanzador como el del 2019; el triunfo de la izquierda electoral mexicana es la razón principalísima. Andrés Manuel López Obrador la encarna, con amplios merecimientos.
Fue el paso final de un largo proceso de todo un pueblo, protagonista de milenarias luchas, de todo tipo, en las que el signo común, por desgracia, era el de las derrotas, no sólo electorales, que arrojó una impresionante cifra de víctimas, causadas por un régimen de oprobio, responsable directo del más prolongado baño de sangre que pueblo alguno haya sufrido, a consecuencia del crecimiento desmedido de la delincuencia y del crimen organizado, como fruto de la incompetencia, la colusión y la aplicación de una salvaje política económica que depauperó en tiempo récord a la sociedad mexicana.
Ese régimen implantó un sistema económico basado en la obtención de utilidades a toda costa y cambió, para mal, todo el entramado legal y social, construido a lo largo de décadas y que le había permitido al país contar con una pujante economía -no exenta de desigualdades e injusticias, además de un sistema político basado en el autoritarismo y la corrupción- que lo ubicó como uno de los países líderes en el mundo, por sus índices de crecimiento, tanto económico, como social, cuyo agotamiento, en lugar de derivar por la ruta democrática, dio pie al fortalecimiento de las posturas más conservadoras que, por la vía democrática, primero, se mantuvieron en el poder -los sexenios de Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo- y que luego accedieron a la alternancia partidaria.
El beneficiario mayoritario fue el PAN, el que no cambió un ápice la política económica, al contrario, profundizándola, de ahí la inolvidable frase del hoy senador panista, Gustavo Madero, para festejar que Peña Nieto logró -con su ayuda- la aprobación de las reformas estructurales: “Traen el gen panista”.
El fracaso de los panistas en el poder abrió las puertas para dos fenómenos, a cual más de nocivos: El regreso del PRI a la Presidencia de la República y el crecimiento y fortalecimiento del crimen organizado.
No es una exageración afirmar que el primer fenómeno fue consustancial a lo segundo. El priismo regresó a ejercer la presidencia y, no solamente recicló varias de las facetas más negativas, sino que las potenció, en especial en lo referente a la corrupción y la colusión con el crimen organizado.
Nunca un presidente había recibido tan descomunales y veraces señalamientos de la colosal corrupción a su alrededor, no se circunscribieron al episodio de la “casa blanca”, sino a los más gigantescos proyectos de construcción de obras y energía; a la compra de medicamentos jefaturada por distintos mandatarios estatales, todos ligados por el afecto y la corresponsabilidad en la conducción de los asuntos públicos, del grupo de gobernadores que tanto enalteció Peña Nieto y a los que tanto les debía.
A la irresponsable política de Felipe Calderón para combatir al narcotráfico, consistente en apoyar a un grupo criminal, a fin de que eliminara al resto de los existentes (bajo la peregrina idea de que una vez eliminados todos, sería más fácil controlar al sobreviviente), que provocó un inmenso baño de sangre, sufrimiento y dolor, y que catapultó prácticamente todos los índices delictivos, además de que arrojó al abismo el tejido social e institucional del país, le siguió prácticamente la misma política de la seguridad pública, en el gobierno de Peña Nieto.
Sus gobiernos son responsables de una de las peores crisis humanitarias de los tiempos modernos en el mundo, presentada en un lapso tan breve, solo 12 años, tan grave, que supera a la sufrida en Siria: Más de 250 mil personas asesinadas a lo largo de sus sexenios; más de 30 mil desaparecidos; más otras decenas de miles de mexicanos sepultados clandestinamente y cientos de miles de desplazados.
A lo anterior, agréguese la increíble degradación de los cuerpos policiales y las corruptelas en el sistema judicial, además de la producción de un inmenso deterioro del entramado social.
Es una de las sangrías juveniles más grandes que en algún país se haya presentado, porque la inmensa mayoría de las víctimas del apartado anterior eran menores de 30 años, a los que se suman los más de 700 mil jóvenes que intentaron -y lograron- ingresar a los EU.
En medio de todo ello, y como responsable directa, la mayoría de la clase política se beneficiaba de la generalizada corrupción existente en el gobierno y los partidos -y sus élites- gozaban de las inmensas fortunas que por la vía de las prerrogativas oficiales recibían.
No sólo eso, frente a un pueblo empobrecido, presa de una corrupción sin límites, en continuo proceso de depauperación, víctima de los jefes del crimen organizado, se alzaba una clase gobernante que, sin empacho alguno, se servía con los salarios mejor pagados del planeta.
Son tan altos que, incluso sin necesidad de acudir a las corruptelas, les daba lo suficiente, no sólo para vivir plácidamente, y que desde el gobierno ls permitía iniciar sus empresas, las que se convertían, también mágicamente, en receptoras de los pequeños, medianos y grandes contratos de compras de bienes y servicios de los gobiernos de los cuales provenían, o ejercían.
Más aún, la percepción ciudadana, de la inutilidad de la clase política, se volvió viral, en especial hacia los diputados y entre éstos, gracias a extendidas campañas irracionales, los diputados “pluris”.
Por ello no sorprendió el triunfo de López Obrador; el hartazgo ciudadano le otorgó a su movimiento los alrededor de 13-14 millones de votos extras -pues su base electoral puede calcularse arbitrariamente en 16-17 millones de votos, que fueron los obtenidos en 2006 o 2012- que le permitieron, casi, sepultar al resto de los partidos, en casi todas las elecciones, lo mismo en el centro, que en el norte o sur del país.
El electorado le otorgó al liderazgo de López Obrador una cómoda mayoría, en las cámaras del Congreso de la Unión, en más de 20 legislaturas locales, en infinidad de presidencias municipales y en varias gubernaturas, pero los morenistas deberán recordar que esa mayoría obedece a otras causas, no necesariamente a la de la agenda más democrática; que provienen de sectores de la población altamente indignados por las causas mencionadas arriba, pero que en muchos casos están más identificados con las posturas más a la derecha de Morena y que se podrán mover en cualquier sentido del espectro político e ideológico del país.
Algo de eso tiene el reciente resultado de las elecciones extraordinarias a la presidencia municipal de Monterrey, que le permitió al PRI ganarla en lo que auténtico tanque de oxígeno a un partido para el que alejarse del ejercicio del poder público es más que el más tóxico de los venenos.
Indudablemente que la mejor fórmula, para garantizar la continuidad de un programa democrático de gobierno, más allá del gobierno de López Obrador, es que éste ejerza un gobierno exitoso, en el que los tropiezos sean los menos y que lo sean de pequeña monta, que el acompañamiento de quienes reciban el resto de las encomiendas sean del mismo carácter, con una plena ausencia de la comisión de corruptelas y una abrupta disminución -porque será imposible desecharla- de las luchas por el poder.
Y casi se podría asegurar que la mayor parte del éxito lopezobradorista estribará en la conducta de los morenistas y asociados que lleguen al gobierno.
Las siguientes elecciones -locales y federales- serán estrictamente “locales”, en las que los factores de este tipo serán los más importantes y el factor “Peje” contribuirá, pero será eso, contribuyente, y probablemente no el decisivo.
Para desgracia del grupo gobernante en Chihuahua, las próximas elecciones en la entidad, también serán “aldeanas”. Como las del 2016, el principal factor será el del desempeño del gobernante estatal.
Claro, hay que anotar un conjunto grande de factores, las características de los candidatos, la fuerza territorial de los partidos, el éxito o no del gobierno de AMLO, etc. pero el central será el modo en que los chihuahuenses calificarán al gobierno del panista Corral.
Si las elecciones se realizaran en este momento, no saldría bien librado.
Su gobierno es un verdadero desastre, y no sólo por el que le dejó César Duarte; precisamente por la dimensión del caos heredado es que su planteamiento gubernamental debió ser muy distinto a la realizado en los poco más de 2 años de su administración.
La mejor prueba de ello es la recientemente aprobada reestructuración de la deuda -además de la muy criticable forma de obtener la mayoría legislativa necesaria- que, inusitadamente, incluyó la de los bonos carreteros, además de efectuar una reestructuración sobre la realizada, muy pocos meses atrás, de alrededor de los 20 mmdp de la deuda directa.
Fracasado su gobierno en lo administrativo y lo financiero, podría haber iniciado la reforma institucional, que por su talante previo cabría esperar.
Es una enorme decepción, es copia fiel del más rancio autoritarismo del priismo gobernante, especialmente del ejercido por su inmediato antecesor.
Allegados suyos son la presidente estatal del PAN, el ex presidente (a la vez, coordinador de los diputados locales); el ex coordinador de los legisladores, la mayoría de los legisladores del estado, el auditor superior del estado, el consejero presidente del instituto de transparencia, el presidente del Tribunal Superior de Justicia, la mayoría de los consejeros de la Judicatura, el senador y los 3 diputados federales.
Es decir, ejerce control absoluto, en su partido y en los organismos encargados de fiscalizar su ejercicio, además de las atrabiliarias maneras realizadas para designar al auditor, al presidente del órgano de transparencia y al presidente del Tribunal Superior.