“En la última visita a México el Relator señaló que la tortura y los malos tratos son generalizados. A dos años de su visita lamenta informar que la situación no ha cambiado. Varias organizaciones manifiestan que la tortura sigue siendo perpetrada de forma generalizada por parte de las fuerzas de seguridad y agentes de investigación [...] para la obtención de confesiones o como método de castigo.” Párrafo 21 del Informe de seguimiento del Relator Especial sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes –emitido en marzo de este año– respecto de la implementación de las recomendaciones hechas tras su visita oficial a México, la cual tuvo lugar del 21 de abril al 2 de mayo de 2014).
En la semana que recién concluyó, la denuncia pública hecha por dos personas que en el 2014 fueron acusadas y condenadas a prisión vitalicia por un delito de extorsión en Ciudad Juárez, respaldada después por un grupo de abogados postulantes de esa frontera, puso sobre la mesa un asunto, extrañamente marginado de la agenda oficial, que aún duele en nuestra entidad y, en particular, a mucha gente de esa ciudad fronteriza: el de la tortura a detenidos.
Un asunto inmerso y casi perdido en el ejercicio arbitrario del poder en el pasado reciente; explicable y, en ese entorno autoritario, fatalmente inevitable.
Denunciado en forma insistente por organizaciones de la sociedad civil; sistemáticamente negado por las autoridades ministeriales y policiacas; soslayado de manera irresponsable por la Comisión Estatal de Derechos Humanos, organismo que, por incapacidad o falta de voluntad, falló en su tarea de proteger, entre otros, los derechos humanos de quienes están privados de libertad; tolerado por un apabullante y amplio sector de la judicatura, que, en no pocas ocasiones, con ligereza e indiferencia validó investigaciones y procedimientos plagados de violaciones a derechos fundamentales de los procesados; minimizado, casi invisibilizado en los medios y en los espacios públicos pertinentes.
La citada denuncia, que recogió un diario de esa ciudad (Nota de Blanca Carmona, El Diario de Juárez, 13/V/17) y al parecer no halló eco en medios capitalinos, la realizaron dos sentenciados por el delito de extorsión que se les atribuyó en un juicio en el que los jueces desestimaron sus manifestaciones de haber sido violentados para que se confesaran culpables ante el Ministerio Público y los condenaron a prisión vitalicia (otra aberrante violación en sí misma).
Mas los denunciantes, y quizá esto es lo que hace más relevante el hecho, no se quedaron en el mero señalamiento, sino que acompañaron a éste un registro video grabado de los actos de tortura en cuestión, en el que se aprecia a ambos en el suelo, sometidos y vendados de la cara (casi “taipeados” al estilo del crimen organizado), mientras el licenciado Miguel Ángel Luna López, entonces titular de la unidad encargada del combate al delito de extorsión de la Fiscalía General del Estado en la zona norte, los “interroga” en esas condiciones, en presencia de otra persona cuya silueta se percibe y, se afirma y es creíble, corresponde a un agente de la policía ministerial investigadora.
Pero lo antes mencionado no es todo.
Según se refiere en prensa, aunado a las referidas imágenes y dando aún mayores indicios de veracidad a la denuncia, el aludido funcionario, que por paradójico que resulte, se desempeña en la unidad de delitos contra la paz de las personas de la Fiscalía General del Estado, en la zona centro:
No sólo no negó la autenticidad de la video grabación, y afirmó recordar el asunto de los denunciantes, en cuya investigación, de acuerdo con éstos, se produjeron los actos de tortura, los que, obvio, dijo no recordar.
Trató de justificar, y con ello tácitamente admitió su aparición en dicho registro, en las circunstancias antes apuntadas (con ambos imputados completamente sometidos, vendados, de rodillas ante él y sujetos a evidente maltrato mientras los cuestionaba acerca de ciertos hechos), con el argumento de que los agentes ministeriales (bajo su mando y sujetos a sus órdenes), “por seguridad”, vendaban los ojos a los detenidos para que no los identificaran; como si las imágenes se limitaran a ello, a dos personas detenidas, investigadas y bajo custodia del Ministerio Público –¡de él, en específico! –, con los ojos vendados, cuando las escenas son más que explícitas y,
En su intento de explicación, expresamente reconoció:
Que esa práctica era (¿o es?) común no sólo en la unidad de extorsión, sino también en la de combate al delito de secuestro (y muy probablemente en la encargada de investigar los homicidios, especialmente los que se dicen cometidos por retribución o “sicariato”).
Que luego de que los imputados eran “interrogados” por él, en la forma y circunstancias que muestran las imágenes, rendían una declaración “formal”, video grabada, ¡también ante él mismo!, en la que –vale hacer notar– les daba a conocer sus derechos, entre otros, el de no ser violentados u obligados a declarar, y además, los cuestionaba si habían sido sujetos a malos tratos o violencia por la autoridad; situación que, de no ser por su gravedad y claro agravio a la dignidad, sería jocosa y risible, pero que justo por lo anterior resulta agraviante, inhumana, atentatoria contra el derecho de acceso a la justicia, incluso en perjuicio de las víctimas, a quienes se les presentan falsos “culpables” de los hechos sufridos, y, sobre todo, delictuosa.
El gobierno de Javier Corral, categórico en el discurso del respeto a los Derechos Humanos, está obligado, no únicamente por ello, sino porque lo mandata la Constitución Federal y lo demandan los denunciantes, los abogados juarenses y la satisfacción del derecho de las víctimas de acceder a la justicia y conocer la verdad, a ordenar a la Fiscalía que realice una investigación objetiva y exhaustiva para deslindar responsabilidades y, en su caso, sancionar a todos los funcionarios involucrados.
A la par de dicha indagatoria, en apego a los estándares internacionales deben ordenarse las providencias necesarias para garantizar la integridad personal de los denunciantes –internos en un centro de reclusión y en extremo vulnerables–, así como la imparcialidad de la investigación; una de las cuales, sin duda, es la inexcusable separación de cualquier cargo del agente del Ministerio Público que aparece en la video grabación y que implícitamente admitió la autenticidad del registro.
Sin embargo, la investigación de la tortura no puede ni debe circunscribirse únicamente a este caso denunciado, pues, sin que sea privativo de la administración estatal anterior, en los últimos años hubo innumerables voces y reclamos de imputados, sentenciados, parientes de éstos, abogados y organismos defensores de derechos humanos, en el sentido de que la práctica de la tortura se volvió recurrente en nuestra entidad.
Por ello, la indagatoria de este caso debe ser el inicio de una investigación completa que dilucide la veracidad o no de tales reclamos, y en su caso, conduzca al castigo de todos los responsables.
Si, como se sostiene, la administración pasada se distinguió por el desprecio al Estado de Derecho y el ejercicio abusivo y corrupto del poder, ¿Quién, sensatamente, puede pensar que esa pauta de conducta no se siguió en la Fiscalía del Estado? No se trata de alentar una cacería de brujas, sino un intento verdadero para abatir la impunidad, reparar los derechos violentados y conseguir verdadera justicia para Chihuahua.
No hacerlo, colocaría a esta administración en un punto muy cercano a la anterior, en la que, al parecer, se volvió cotidiana la práctica de métodos de investigación agraviantes e inaceptables (por más que la ley, el aparato de procuración y administración de justicia y muchos de sus operadores construyeran un tramposo discurso justificatorio).
En lo que hace a la condena, habrá que verificar si se agotaron los recursos legales, incluida la instancia del juicio de amparo. Pero, al margen de ello, la video grabación, de ser auténtica como hasta ahora parece, pone en (mayor) entredicho la labor jurisdiccional y hace aún más visible la poca seriedad con la que un gran número de jueces y magistrados, en los últimos años, han tomado las manifestaciones de los procesados que ya en las salas de audiencia deciden denunciar actos de tortura, quizá creyéndose menos vulnerables al abuso, tal vez convencidos o aconsejados por sus defensores, o simplemente desesperados al ser advertidos de lo inexorable de la condena por el peso incriminatorio que las reformas procesales penales del régimen duartista y “sus” policromáticos e incondicionales diputados dieron a las cuestionables confesiones ante el Ministerio Público y que los jueces aplicaron dócilmente.
Este caso puede ser la punta de una larga madeja de violaciones.
“Los videos filtrados evidencian que aún queda mucho más por hacer para prevenir, investigar y sancionar de forma real y efectiva este tipo de delitos por parte de fuerzas militares y policiales para que la tortura y los malos tratos en México dejen de ser una práctica generalizada” (párrafo 22 del informe inicialmente citado, en alusión a registros video grabados en los que se mostraban actos de tortura cometidos por militares y policías).