Chihuahua, Chih.
“Soy el Cyrano que a tus amantes dictaba versos en la ventana,
el Romeo que nunca trepó a tu balcón”: Miguel Inzunza.
“Nos gusta la no ficción y vivimos tiempos ficticios”: Michael Moore.
Se ha desatado, la víspera, una fuerte polémica por la interpretación del recientemente enmendado Tratado México-Estados Unidos y Canadá, otrora TLCAN.
Esto porque, mientras el gobierno mexicano, representado por el Presidente López Obrador, esgrime que la preferencia energética hacia las empresas nacionales (particularmente a PEMEX y a la CFE) no tiene nada de malo y que uno de los apartados del tratado en cuestión lo permite; las autoridades norteamericanas han manifestado lo contrario, dejando entrever, existe discriminación, por parte de sus pares mexicanas, al momento de participar en el ámbito energético.
Lo que sigue no se ve muy alentador y, salvo que puedan llegar a un mal arreglo, el gobierno nacional estará comprando un buen pleito con los Estados Unidos y, probablemente, también con el Canadá.
Empero, López Obrador ha dado la impresión de jugar a dos bandas, pues, mientras en días anteriores, en su conferencia matutina, exclamó gracejadas al ser cuestionado al respecto por un reportero (el sardónico “¡Uy qué miedo¡ aludiendo a Chico Ché); por la tarde, los informativos nacionales dieron la noticia de que la Secretaria de Economía, Tatiana Clouthier, había acudido a Palacio Nacional para abordar la temática en cuestión con el Presidente de la República.
Esto, al tiempo que Luz María de la Mora, a la sazón Subsecretaria de Economía, hablaba de la necesidad de llegar a un acuerdo con los funcionarios y representantes del vecino país del norte.
¡Vaya paradoja¡ Por un lado, el Presidente blande el nacionalismo energético, y, por otro lado, instruye a los funcionarios del gabinete comercial, para que se lleguen a acuerdos, sin la ignominiosa necesidad de que se llegue a las dolorosas demandas ¡Cuál será su posición¡ ¿No es este un asunto digno para el análisis de Ripley?!
Cabe resaltar, no culpo la ambivalencia del Presidente López Obrador en torno al libre comercio, pues, históricamente, las izquierdas tuvieron una opinión contraria a esta medida.
En la década de 1980, cuando el neoliberalismo empezaba a campear dentro de la política nacional, la elección de 1988 pareció ser una guerra de modelos: por un lado los tecnócratas que pregonaban el continuismo y la profundización (Salinas y Compañía); y, por otro, los izquierdistas y los nacionalistas revolucionarios que propugnaban el retorno al viejo modelo, y un giro de 180 grados a la apertura económica iniciada por Miguel de la Madrid (Cárdenas y su grupo).
En ese momento, y con las contradicciones y las dudas inherentes, los neoliberales pudieron ratificar la Presidencia. Y Salinas de Gortari tenía la mirada más allá que su predecesor; de tal suerte que, si De la Madrid había signado el Acuerdo General sobre Aranceles (GATT, por sus siglas en inglés); él se dispondría a firmar un tratado que permitiera el libre flujo comercial con los países de Norteamérica: los Estados Unidos y Canadá.
Resulta importante señalar que la aprobación del TLCAN no resultó tan sencilla.
Aunque, en un primer momento, había sido consensuado entre los gobiernos de Salinas de Gortari, George H.W. Bush y Brian Mulroney (a la sazón Presidente de México; Estados Unidos; así como Primer Ministro del Canadá), luego de los comicios presidenciales de 1993 (en la Unión Americana), en la cual Bush Padre perdió la reelección ante Bill Clinton, las cosas se entramparon.
Esto porque, se comenta, Salinas de Gortari había apostado por la permanencia de Bush en la Casa Blanca; al tiempo que Clinton y algunos de los sindicatos norteamericanos pensaban que el tratado sería lesivo para los trabajadores de los Estados Unidos; hecho que, coincidentemente, también enarbolaban algunos sectores de la izquierda mexicana.
Luego de un aparente convencimiento de Clinton; y de una operación de alto nivel que incluyó al ex Vicepresidente norteamericano, Al Gore (a decir de Jorge Montaño, ex embajador de México en los Estados Unidos), se logró la ratificación del TLCAN en el Congreso de los Estados Unidos.
Su contraparte mexicano, había hecho lo propio, en una legislatura dominada por el PRI y el PAN (en la cual, a decir de él, uno de los pocos legisladores que se opuso al TLCAN fue el entonces Senador, Porfirio Muñoz Ledo, de la bancada del PRD).
Salinas blandía que México estaba “por entrar al Primer Mundo” (sic) y que tenía un futuro promisorio. Y si bien, el acuerdo en mención entró en vigor el 1 de enero de 1994, y México logró ser aceptado como miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE; el club de las economías más fuertes del orbe), la emergencia de la rebelión zapatista, justo el día en el cual el tratado entraba en vigencia, hizo que los reflectores se fuesen sobre el Subcomandante Marcos, en lugar de visualizar los escenarios que el país enfrentaría, de acuerdo a la apertura de puentes (entre el otrora primer mundo y el tercero), la globalización y el neoliberalismo en ciernes.
A partir de entonces, el TLCAN (o NAFTA por sus siglas en inglés) tuvo claroscuros. Aunque algunos analistas liberales, como Andrés Oppenheimer, propugnaron que hasta antes del acuerdo la tasa de comercio era negativa para México, y, a partir del mismo, fue positiva y benéfica; esa visión no fue compartida por ciertos sectores, particularmente el campesinado y la izquierda.
Ellos esgrimían que el NAFTA había sido benéfico para los grandes capitales, pero había perjudicado al agro nacional (Víctor Quintana, 2003). En tanto que la izquierda mexicana, seguía propugnando, aún en la primera década del 2000, que había que proteger a la industria y a la economía nacional.
Esto, justo cuando Felipe Calderón hablaba en diversos foros, al fin de dicha década, de no caer en el falso debate del protagonismo, para enfrentar la crisis económica del 2009.
Bajo esta tesitura, podemos decir que la posición de Andrés Manuel López Obrador ha sido la de la ambigüedad, inclinándose por el proteccionismo económico en la praxis.
Recuerdo que durante su primera campaña presidencial (2006) exclamó, aquí en la Plaza del Ángel, en Chihuahua capital, que, de llegar a Los Pinos, combatiría la liberalización de maíz y frijol –que, a decir de él, afectaría al campo mexicano- a partir del 1 de enero del 2008.
El tiempo pasó, y Donald Trump amenazó con cancelar el TLCAN, pues, adujo, ¡estaba siendo benéfico para México, pero perjudicial para los Estados Unidos!
Luego de una titánica batalla, el gobierno de Enrique Peña Nieto (con Luis Videgaray e Ildefonso Guajardo como elementos clave) convenció al gobierno norteamericano de renegociar el tratado; hecho que, a la sazón, terminó conociéndose como T-MEC o USMCA (Tratado México, Estados Unidos, Canadá) el cual se vendió como una versión remasterizada del acuerdo inicial; es decir, con mayores garantías para los tres socios comerciales.
Debido a que Andrés Manuel López Obrador históricamente se había opuesto a este tipo de concertacesiones, se pensó que abogaría por una eventual abrogación del T-MEC.
Sin embargo, en un sorprendente viraje, aceptó la renegociación que hacía la administración peñanietista e, incluso, mandó al Dr. Jesús Seade, como elemento para coadyuvar en las negociaciones. El resultado fue sorprendente para ambas partes, pues, aunque Peña Nieto signó el acuerdo en sus últimos días como mandatario; había tenido la venia y el aval de Andrés Manuel López Obrador, a la sazón Presidente electo.
Empero, en los últimos días han salido las discrepancias. Esperemos que mediante el diálogo se puedan resolver los diferendos que se han dado entre las diversas partes ¡Una demanda en tribunales sería costosísima para el gobierno de México y todos la terminaríamos pagando!
Ojalá piensen en esto antes de entrar a las eventuales conversaciones. Hago votos.