La pretensión de desaparecer el fuero militar, bajo el pretexto de otorgarle a las fuerzas armadas la “seguridad” para que puedan desempeñar eficazmente sus labores en el combate a la delincuencia, es inaceptable.
Recientemente, la Suprema Corte de Justicia, luego de un muy prolongado litigio, ha ordenado atenerse al espíritu original de la Constitución, esto es, que cuando elementos militares se vean involucrados en hechos criminales y se vean afectados ciudadanos civiles, la investigación y la sanción corresponderán a la autoridad civil.
La intención de convertir al ejército en una fuerza policíaca, además de ser el reconocimiento de las autoridades civiles de su fracaso en la preservación de la seguridad pública en el país, es prueba evidente de su carencia de una adecuada política gubernamental para combatir al tráfico de drogas.
Pero, por otro lado, intentar convertir a las fuerzas armadas en agrupamientos policíacos -lo cual ya ha ocurrido en diversos momentos, de manera parcial- no ha arrojado los resultados que se arguye han obtenido los cuerpos militares.
El fracaso gubernamental en el combate al tráfico de drogas es de todo el Estado, no es exclusivo de las fuerzas policíacas, en ese combate han fracasado, también, las fuerzas armadas pues los resultados, a lo largo de más de una década, son desconsoladores: Ni el tráfico de drogas ha disminuido, ni se ha elevado de manera inusitada el precio de las drogas en las calles de las ciudades norteamericanas -lo que implica que la oferta no ha bajado-; ni la ola homicida ha amainado en todo el país, pues el número de ejecuciones ya rebasa las cifras del sexenio anterior.
Todo lo anterior a pesar de que se encuentran encarcelados, o desaparecidos, los jefes de los principales grupos criminales, cuyas estructuras operativas y financieras siguen intactas.
En cualquier otra nación del mundo en la que se hubiese desactivado -por cualquier vía- a tales porcentajes de los jefes criminales y desarticulado las estructuras criminales se habrían presentado considerables disminuciones en la incidencia delictiva. No ocurre así en México a pesar del involucramiento de las fuerzas armadas y de la participación de todas las policías en ello.
Más aún, la degradación del entramado social es terrible, es de tal magnitud que ya existen regiones del país en las que el daño pareciera irreversible. Cosa semejante ocurre con la mayor parte de las policías municipales y estatales, además del poder judicial, en los dos ámbitos, el federal y el estatal.
Por si fuera poco, el involucramiento de las fuerzas armadas ha arrojado uno de los resultados más lamentables, el de que crecientemente aparecen, algunos de sus elementos y mandos, en más hechos ilegales, que han llegado hasta su participación en masacres que han cimbrado al país y a la comunidad internacional.
Un aspecto esencial de la reforma buscada, tanto por el Presidente Peña, como por el General Cienfuegos, Secretario de la Defensa Nacional, estriba en el cambio de los requerimientos legales para la suspensión de las garantías constitucionales. Pretenden desaparecer la obligación de someter al Congreso de la Unión la aprobación de la suspensión y la delimitación precisa del tiempo de suspensión. Desean que ese “trámite” sea sustituido por el criterio de los jefes militares, los que le informarían al Secretario de Gobernación de tales características de la participación militar.
La intención es total, proponen que los cuerpos militares también posean las facultades hasta hoy restringidas al Ministerio Público, es decir, a la autoridad civil.
No es difícil conjeturar que podríamos enfrentarnos a verdaderos retos de la militarización de amplias zonas geográficas y, también, de la sociedad toda.