Chihuahua, Chih.
Son los trabajadores mexicanos un factor real de poder en estado de latencia. Así los confinó el liberalismo económico.
Además de la acostumbrada sectorización en la que se encuentran separados los trabajadores, público y privado, agricultura, industria y comercio, jurídicamente se distribuyen por su adscripción a la ley laboral como trabajadores permanentes con derechos, subcontratados sin derechos completos y los asalariados de la economía informal en el desamparo total.
Cierto es que el esquema de los factores reales de poder -burguesía, clero, militares y trabajadores- nos remite al siglo XIX. Este enfoque vivió sus mejores tiempos al inicio de la posguerra en 1945, hasta el año de 1970, en coincidencia con la época dorada del capitalismo. En ella la voz de los trabajadores no sólo era escuchada, sino que tenía efecto sobre las decisiones de los gobernantes y los empresarios no podían eludirlas fácilmente, sobre todo en Europa.
La versión criolla, a la mexicana, tuvo su especificación en el México postrevolucionario con: el clero bajo un riguroso laicismo, los militares disciplinados al presidente, la burguesía respetuosa de la economía mixta y los trabajadores, del campo y la ciudad, empoderados. Estos últimos fueron la fuerza política de apoyo del régimen desde el gobierno de Lázaro Cárdenas, aunque en el correr de los años no fueron siempre bien correspondidos. Se les reprimía y se les utilizaba.
Esta ambivalencia del régimen, combinando conquistas laborales con antidemocracia sindical, encontró su inviabilidad con el surgimiento del sindicalismo independiente y de las organizaciones campesinas fuera del pacto corporativo en la década de los setentas. La fuerza de los trabajadores llegó más allá, en numerosas universidades públicas captó poderosamente la atención de sus académicos, explotando una apasionada atención por conocer (querer orientar) el curso de esta fuerza destinada a alcanzar más y mejores logros.
Al establecerse la locomotora del neoliberalismo todo comenzó a cambiar para los trabajadores, sus certidumbres quedaron amenazadas. Las reformas estructurales fueron instrumentadas como un despojo a lo alcanzado hasta entonces en beneficio de los trabajadores. El último gran proyecto de unidad y visión política fue el Movimiento Sindical Revolucionario, el cual se desbarató como espuma del mar al llegar los vientos neoliberales. De hecho, desde 1983 la continuidad de la lucha de los trabajadores tuvo como máxima y casi única expresión al magisterio.
El deterioro de los salarios mínimos, el nuevo sistema de pensiones, la legalización de la subcontratación, fueron de la mano con la disminución del protagonismo de las organizaciones. De manera destacada, un gremio como el de los ferrocarrileros, quedó prácticamente paralizado tras la privatización del sistema ferroviario. Los trabajadores de la aviación, mineros, electricistas de la CLyFC también fueron embestidos por los moditos tecnocráticos.
A este desastre ocurrido a los trabajadores organizados se agregó el choque de trenes sucedido con la reforma educativa. La minoría rapaz y su personero. Claudio X. González Guajardo, convencieron al presidente Peña de echar a andar una reforma onerosa para los trabajadores de la educación. Una victoria pírrica para la oligarquía, puesto que, una vez consumada la reforma en el 2013, comenzó a adquirir fuerza el movimiento opositor que ganaría las elecciones presidenciales del 2018. Y la reforma fue revertida.
Lo que uno ignora para el corto plazo se formula en una pregunta ¿Serán de nuevo los trabajadores factor real de poder?