Chihuahua, Chih.
Ya no puedo seguir escribiendo sobre el amor. Hay mucha muerte en el país, en Juárez, Chihuahua.
Hace unos días, Juárez volvió a ser la residencia del Diablo.
Las conexiones entre narcotraficantes presos y los grupos delincuenciales a los que pertenecen y que siguen operando en las ciudades, son precisas e inmediatas. Al interior del Cereso de Juárez dos bandas combaten. Hay muertos. Se desata la violencia casi de inmediato. Llamas, ráfagas, sangre, muerte. Once muertos. Casi todos civiles. Una mujer embarazada. Y un niño.
Por las calles se escucha, en cualquier momento, la música letal del traqueteo de las AK-47, y luego el aullido siempre a destiempo de las torretas policiacas o de las ambulancias. Zonas acordonadas por el Ejército, investigaciones que nunca dan con los responsables. Y más tarde, el llanto de las familias destrozadas que nos enluta a todos.
Tenemos el tristísimo récord del mayor número de muertes en un tiempo tan corto. Estamos metidos en una guerra, como todas, inútil y sangrienta. Es el trágico juego en el que todos perdemos.
Chihuahua exhibe, otra vez, su rostro sombrío. No ha bastado su deplorable popularidad como el territorio impune donde matan sus muchachas en Juárez, y el desierto en que los migrantes son víctimas de la sed o de los cazadores kukuxklanes de Arizona.
Ahora, en esta guerra, Chihuahua está aportando la mayoría de los muertos.
¿Quién muere? ¿A quiénes asesinan? ¿Quiénes son los buenos y quiénes son los malos?
Un narcotraficante es la evidencia irrefutable de los fracasos de las políticas públicas de los gobiernos mexicanos. El narco que trafica en la calle, en las tienditas, o el que siembra, o el camello o burrero que la carga de una lado a otro, es decir, al que matan, es –o era- un hombre –o una mujer- que tuvo pocas alternativas de empleo, de educación, de vida digna.
Y no las tuvo porque los políticos que las ofrecieron fallaron sexenio tras sexenio.
¿Cuántos gobiernos han prometido reactivar el campo, mejorar la educación, la vivienda, la salud, el salario, dotar de empleos a los jóvenes y de pensiones a los jubilados, terminar con las corrupciones de los políticos y los de cuello blanco, mantener una tasa de crecimiento de, por lo menos, cinco puntos, cuántos, cuántos?
El narcotraficante, así como muchos políticos que trafican con el poder, se mueven en los terrenos de lo ilícito. Sin embargo, a los narcos los asesinan, mientras que a los políticos, dueños y manipuladores de las leyes, los exoneran de sus corrupciones e ineficiencias.
La impunidad es la madre de todas las fortunas desaforadas, descaradamente explicables. El sistema político está podrido y nos hacen vivir a todos en la era del fango, en la que llegamos a la máxima decadencia de nuestros valores: el desprecio por la vida humana.
Ambos, políticos corruptos y narcotraficantes, son delincuentes organizados. Siguen la misma ruta: la ruta del dinero. Y hay mucho dinero. Y el dinero ha sido siempre la mejor llave para abrir las puertas del poder que todo lo puede, el poder político. Y los políticos, desde los más altos hasta los más obsequiosos y serviles, participan de manera activa o pasiva. Se hacen de la vista gorda, brindan impunidad, les dan información privilegiada, aceptan moches, abren las aduanas, permiten el narcomenudeo y las ventas al mayoreo, y a veces, se hacen compadres de los jefes de los cárteles.
Esta larga complicidad ha permitido que todas las áreas claves de gobierno estén infiltradas por el narcotráfico: la policía, el sistema financiero, los jueces, el Ejército, los medios informativos, etc.
El narcotráfico ha sostenido la economía mexicana durante muchos años. La derrama de dinero ha mantenido con ganancias importantes a muchas empresas: las automotrices, las de bienes raíces, los giros negros, etc.
Hay pueblos enteros, abandonados por los respectivos gobiernos, que viven enteramente de las redes del narcotráfico. Por eso, les hacen corridos a los cabecillas. Jamás alguien le cantará un corrido a un político. ¿El “jefe de jefes” es un narco o un político?
Nada en el país parece promisorio. Los que dijeron que nos iban a ayudar a mejorar el tejido social, resultaron cómplices de nuestros agresores. La clase política arrecia en sus capacidades depredatorias. Su rapacidad es insaciable.
Es imprescindible desarticular esta runfla de bandidos, de políticos y de narcotraficantes. Los narcos ya escalaron en su violencia: ya no solo es que estuvo en el lugar y la hora equivocada, sino que además te disparan a quemarropa, te incendian sin piedad.
Ya encontraron entre los ciudadanos su nueva cuota de sangre; pero hasta ahora no hemos visto afectados los intereses ni la integridad física de los políticos o banqueros, y otros defraudadores, ni a quienes se han beneficiado con el negocio de las drogas.
La guerra sigue entre este matrimonio siniestro, narcos y políticos, las dos delincuencias más organizadas, que en sus disputas, acribillan también a sus hijos inocentes.
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