Chihuahua, Chih.
La popularidad envuelve al conflicto. La idolatría empaña. El Zócalo lleno es vitamina que nutre al reto. El último Informe de AMLO más que rendición de cuentas es agitación, declaración de principios, trazo de raya.
No supo a despedida sino a permanencia. De aquí nadie se mueve. Atrás de la raya que estoy gobernando. El Presidente extiende su legado, lo explica, reconvierte los lemas en cifras y apura descripciones para el entusiasmo.
La larga marcha es contada con los capítulos históricos reseñados diariamente. Tanto costó llegar que ni modo de no aprovechar lo ganado. Y lo ganado es mucho. Muchísimo. Tanto que obnubila. Y si falta, se consigue. Al fin y al cabo que, como dicta nuestra historia, la misma que se recapitula día a día, los arrepentidos se consiguen en botica. Ha resultado tan fácil coleccionar diputados, senadores, aplaudidores, que ya no caben en la sala.
El bloque oficial desborda poder, lo suda. Exultante, la nueva mayoría avasalla con tintes del viejo cuño. Hacen muchas de las cosas que combatieron en los tiempos de oposición azarosa.
El último Informe flota sobre esa marea que marea. E incita a algo extraño: a mantenerse en el poder, no necesariamente a renovarlo. O, dicho de otra forma, la abundancia les ha generado una extraña tensión. Los que ya se deben de ir, porque se acabó su sexenio, pregonan el mantenimiento y la continuidad. Los que llegan, porque quieren iniciar una nueva administración, anhelan cambios, aunque sea de matices, tonos.
El último Informe despeja dudas. La ruta es la continuidad y ahí les encargo los pendientes.
Como ha ocurrido con las piezas presidenciales de este y otros sexenios, el Informe también se lee por lo omitido, lo evadido, lo no reconocido. El discurso presidencial no habla en ningún momento del proceso electoral y la votación de junio pasado. Del reconocimiento a contendientes, de la participación ciudadana, de la votación inédita. Lo da por descontado como un trámite.
No hay palabras sobre lo acontecido en las fronteras, ni en la del sur ni en la del norte. La narcoviolencia que domina en municipios chiapanecos o la ejercida en distintos municipios norteños. Nada sobre la crisis diplomática con Estados Unidos, sobre la entrega de las cabezas del principal grupo del narcotráfico en México, sobre las presiones externas. Se reduce todo a un desplante frente a la reforma judicial (para que los vecinos vean de qué lado masca la iguana).
Hay cuentas buenas. La mejora salarial, la mejora de ingresos de segmentos de pobreza y extrema pobreza, multiplicación de becas educativas, empleos temporales para jóvenes. Treinta millones de hogares reciben un programa de bienestar, un pedazo de presupuesto. Ésa es sin duda la piedra angular de la legitimidad del gobierno saliente, su palanca y su signo. Es justamente la popularidad que envuelve y agradece. Es una prioridad presupuestal diferente a la de otras administraciones. Sin duda es una tarea mayor. Que funcione y se pague a tiempo.
Pero no se dice nada sobre las bombas de tiempo en las finanzas públicas, la forma de lidiar con las incertidumbres, las deudas, el estancamiento en la calidad educativa.
Los informes presidenciales, se dirá, siempre hablan de triunfos. México es más grande que sus problemas decían desde José López Portillo o Miguel de la Madrid y hasta Felipe Calderón. En los informes presidenciales sus autores nunca hablan de derrotas, todos los presidentes son Cid Campeador, Batman, El Santo o Kalimán. La adversidad les hace lo que el viento a Juárez.
Eso sí, el último Informe de un sexenio se esmeraba en el resumen de lo grandioso con una inevitable sentencia de despedida. Así era. Era, porque el sabor de este domingo no fue de despedida. No nos vamos, somos muchos, y aquí nos vamos a quedar.
El último Informe despeja dudas. La ruta es la continuidad y ahí les encargo los pendientes.
Como ha ocurrido con las piezas presidenciales de este y otros sexenios, el Informe también se lee por lo omitido, lo evadido, lo no reconocido. El discurso presidencial no habla en ningún momento del proceso electoral y la votación de junio pasado. Del reconocimiento a contendientes, de la participación ciudadana, de la votación inédita. Lo da por descontado como un trámite.
No hay palabras sobre lo acontecido en las fronteras, ni en la del sur ni en la del norte. La narcoviolencia que domina en municipios chiapanecos o la ejercida en distintos municipios norteños. Nada sobre la crisis diplomática con Estados Unidos, sobre la entrega de las cabezas del principal grupo del narcotráfico en México, sobre las presiones externas. Se reduce todo a un desplante frente a la reforma judicial (para que los vecinos vean de qué lado masca la iguana).
Hay cuentas buenas. La mejora salarial, la mejora de ingresos de segmentos de pobreza y extrema pobreza, multiplicación de becas educativas, empleos temporales para jóvenes. Treinta millones de hogares reciben un programa de bienestar, un pedazo de presupuesto. Ésa es sin duda la piedra angular de la legitimidad del gobierno saliente, su palanca y su signo. Es justamente la popularidad que envuelve y agradece. Es una prioridad presupuestal diferente a la de otras administraciones. Sin duda es una tarea mayor. Que funcione y se pague a tiempo.
Pero no se dice nada sobre las bombas de tiempo en las finanzas públicas, la forma de lidiar con las incertidumbres, las deudas, el estancamiento en la calidad educativa.
Los informes presidenciales, se dirá, siempre hablan de triunfos. México es más grande que sus problemas decían desde José López Portillo o Miguel de la Madrid y hasta Felipe Calderón. En los informes presidenciales sus autores nunca hablan de derrotas, todos los presidentes son Cid Campeador, Batman, El Santo o Kalimán. La adversidad les hace lo que el viento a Juárez.
Eso sí, el último Informe de un sexenio se esmeraba en el resumen de lo grandioso con una inevitable sentencia de despedida. Así era. Era, porque el sabor de este domingo no fue de despedida. No nos vamos, somos muchos, y aquí nos vamos a quedar.