Chihuahua, Chih.
"Especial para La Jornada"
Publicado en La Jornada, Lunes 2 de enero de 2023
En el primer día de 2023, y antes de las 8 de la mañana en Brasilia, cuando el sol empezaba a bostezar, una cola de más de dos kilómetros se formaba frente a la entrada de la Plaza de los Tres Poderes, donde se reúnen el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, para asistir a la asunción de Luiz Inácio Lula da Silva para su tercer mandato presidencial.
Otra cola muy larga se formaba delante del Congreso Nacional, donde Lula dejaría de ser presidente electo para asumir el mandato.
Por razones de seguridad, el número de personas en uno y otro agrupamiento se limitó a 40 mil.
En ambos ese límite fue atropellado. Se calcula unos 60 mil delante del Palacio do Planalto, sede de la presidencia, para oír el discurso de Lula en vivo, y otros 50 mil delante del Congreso, para la asunción del nuevo presidente y asistir, por las inmensas pantallas esparcidas al aire libre, su discurso a los diputados y senadores y al país.
Sobraban motivos para temer actos de violencia de seguidores del mandatario anterior, el ultraderechista Jair Bolsonaro. Ese temor se consolidó al detectarse actos terroristas en vísperas de la ascensión de Lula. No hubo nada. Es verdad que fue aprehendido un hombre con un machete y una bomba de gas lacrimógeno, pero sin mayores consecuencias.
Al contrariar todas las recomendaciones de su equipo de seguridad, Lula desfiló, al lado de su esposa, Rosángela, la Janja, y de su vicepresidente, Geraldo Alckmin, también con su esposa, María Lucía, La Lu, en el Rolls Royce descapotable que desde 1950 conduce a todos los presidentes por las amplísimas avenidas de Brasilia. Se trata de una tradición surgida con la ascensión de Getulio Vargas, y fue un regalo del Imperio Británico. Desde entonces se hizo tradición el desfile a cielo abierto en ese modelo histórico.
Centenares de miles de brasileños, en las redes sociales, comentaron tanto el desfile como las palabras de Lula, primero en el Congreso, donde de manera formal asumió la presidencia, como, principalmente, en el parlatorio a cielo abierto del palacio presidencial.
Sin nombrar ni una solitaria vez a su antecesor, Jair Bolsonaro, en el Legislativo Lula ha sido demoledor. Mencionó punto por punto (el discurso duró 31 minutos) lo que pretende hacer. Insistió en el combate al hambre y al desempleo, a la urgente necesidad de rescatar la justicia social, mientras reiteraba la avalancha pesadísima de críticas a lo que “vivimos a lo largo de los últimos cuatro años”.
Defendió una economía equilibrada, volcada a traer otra vez inversiones nacionales e internacionales, reiteró la urgentísima necesidad –en sus palabras– de rescatar la cultura, las artes, la ciencia, la educación, la salud pública y la defensa del medio ambiente, y puntualizó cada aspecto de los destrozos que Brasil padeció, según él y la mayoría de la población.
Terminada la ceremonia en el Congreso, y ya como presidente, Lula volvió a desfilar en coche abierto, siempre al lado del vice, Geraldo Alckmin, y sus respectivas esposas, y tener, esta vez como destino, el palacio presidencial. Y entonces hubo una segunda proclama no sólo a la nación, sino principalmente a las decenas de miles de militantes esparcidos por el césped delante del escenario de mármol proyectado por Óscar Niemeyer.
En ese segundo discurso, Lula fue aún más contundente. Hizo una re-trospectiva de sus ocho años en la pre-sidencia, así como de los seis de la sucesora Dilma Rousseff, defenestrada por una imposición del Congreso que para muchos millones de brasileños –y él lo dijo con todas las sílabas– fue un “golpe institucional”.
Siempre sin mencionar el nombre de Bolsonaro, trazó comparaciones para dejar claro que, en su opinión, lo que hubo fue un retroceso sin antecedentes en la historia, al menos –como mencionó explícitamente– desde la redemocratización en 1985, luego de 21 años de una dictadura militar sanguinaria tan admirada por el presidente saliente.
Por todo el país millones de brasileños siguieron los actos de este primer día de 2023. Y por todo el país se multiplicaron por mil las manifestaciones de emoción.
Por las redes sociales llovió la palabra “deshidratación” con referencia al aluvión de lágrimas. Ha sido, sí, un día único. Nunca antes la asunción de un presidente se dio con aires de semejante fiesta nacional.
El sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos ha sido contundente en su comentario sobre lo que pasó ayer en Brasil: “la entrega de la banda presidencial es la política simbólica más brillante de las últimas décadas a nivel universal”. Se explica: es tradición en Brasil que el presidente saliente entregue la banda presidencial al sucesor.
Bolsonaro huyó
Bolsonaro embarcó el pasado viernes, en avión del gobierno, acompañado de su esposa, hija y un nutrido puñado de asesores, rumbo a Orlando, en Estados Unidos.
Lo hizo para no entregar la banda presidencial a Lula, o, como dicen centenares de miles de brasileños, de periodistas y juristas a gente de la calle, para huir de la justicia, donde espera por decisiones de los jueces supremos más de un centenar de denuncias contra él.
No sin razón, entre los miles y miles de brasileños que asistieron al discurso de Lula en el palacio presidencial, se oyeron gritos de: “¡amnistía no, amnistía no!”
Lula optó por reunir un grupo que incluyó a una lavadora de calle, el cacique Raoní, un negro, un niño con deficiencia, una mujer negra, en fin, un puñado de representantes del pueblo, para entregarle la banda presidencial. Algo muy simbólico y muy típico de su discurso de igualdad social y defensa de las minorías.
Ha sido, como se comenta en Brasil, un día único. Y como reiteran los seguidores de Lula, el “renacimiento de la esperanza”.