Chihuahua, Chih.
El amor se nutre de novedad, misterio y peligro; y tiene como enemigos el tiempo, la cotidianidad y la familiaridad. A cierta edad (¿los 40?, ¿un poco antes?) ya ha pasado mucha agua bajos los puentes y esto se acepta con resignación. Después de padecer el amor, una, dos veces (la experiencia es tan intensa que el corazón apenas podría con una tercera), la persona entiende que aquello que comenzó con flores y terminó con puñales no puede ser el amor. Y si lo es, prefiere esquivarlo.
Aunque nadie está a salvo de ser ensartado por alguna flecha loca de Cupido, las personas de cierta edad se saben de memoria esta historia: el amor nace de la idealización de una persona de la que nos enamoramos por un encantamiento de la fantasía. El amor se da en la ideación y la creación del otro. Cada uno ama lo que ha creado con la materia del otro. Luego viene la prueba de la realidad, de la desilusión y el desencanto. La pasión declina, y el amor se desvanece.
La costumbre mata el deseo. La costumbre nos vuelve predecibles, viejos conocidos del otro. Sin novedad ni misterio deja de haber pasión.
¿Cuánto dura? Dura lo que dura dura, dicen los que saben; los que dos peces en un vaso de ron (Sabina), lo que el hielo en el fuego, lo que la espuma contra el viento, tres años, dicen otros. Hablan, quizá del deseo y no del amor. El cuidado y la ternura, otras cualidades del amor, pueden durar toda la vida.
El deseo sin amor es estimulante, excitante, vibrante, pero carece de la intensidad que da la trascendencia, de la profundidad que se posee cuando se vive una apuesta de vida por el amor y el compromiso.
Lo cierto es que la degradación de este poderoso afecto sucede porque nada permanece igual a sí mismo. Está sometido a una dinámica que obliga a cambios. Cambio actitud o cambio de pareja.
Y a cierta edad, las personas ya han cambiado una, o varias veces de pareja. Saben que no hay príncipes, y aunque se han topado con algunos sapos o ranas, la mayoría son simplemente personas. Y en esos encuentros, con los años y las experiencias amorosas van enriqueciendo sus mundos emocionales. Ya no es tan fácil darles gato por liebre. Y es que las experiencias amorosas son las más aleccionadoras porque nos permiten mirarnos en todo nuestra vulnerabilidad. Y lo son porque duelen. Y el dolor es el mejor maestro.
Si el amor es real acaba con el orgullo y el egoísmo; si es sólo pasión, terminará con la virtud y la honorabilidad. Y si el amor acaba, antes de acabarse, acaba con los dos de la pareja.
El amor se adquiere como un virus, de manera azarosa. Y la manera cómo éste prospera en el cuerpo dependerá de las inmunizaciones adquirida en otros brotes anteriores. Es en todo caso el amor es una enfermedad que se cura con el tiempo y se le vacuna con la realidad.
Lejos quedaron las épocas en que los filtros, pócimas, brebajes, embrujos, fatalidades, el hechizado azar, nos disculpaban de la responsabilidad del amor. Aunque hayamos sido flechados sin desearlo, viviremos una de las peores enfermedades: el mal de amores.
La nueva libertad de las personas no implica un cambio esencial en el amor. Lo que cambia es la vivencia del deseo o de la decisión sobre el amor, pero no logra modificar aquello que el corazón apuesta en su compromiso afectivo. Las formas del amor se modifican, no el amor mismo.
Los sentimientos amorosos han sido los mismos desde que dos personas cruzan sus miradas; sin embargo las ideas que sobre el amor se han cambiado según las épocas y sociedades.
Por eso cuando el amor toca, abrimos la puerta de nuestras emociones. Pero los de cierta edad primero se asoman cautelosamente. Ya no están para romperse el corazón con los peñascos o rasgarlo entre los alambres de púas.
Tienen claro que desean un amor que signifique calma, sosiego, estabilidad. Y entonces ya no esperan el relámpago, el milagro, la sensación de las mariposas en el estómago u hormigas en los huesos, sino la oportunidad de poseer un jardín en la jungla, un oasis en el desierto, un refugio en la guerra. Y lo empiezan a cultivar.
Ya no desean un amor loco sino una pasión serena que, eso sí, en las noches de luna llena aúllen juntos un poco, alguien que asista a su “exquisito abandono de mujer” (Agustín Lara), que provea por lo menos con la mitad de los gastos y que se ponga sin miedo el mandil o mantenga la casa sin goteras.
Es decir, un buen compañero(a) con quien disfrutar los años que les queden por vivir.