La transición democrática, posible
Sin Retorno

La transición democrática, posible 1 de julio de 2018

Luis Javier Valero Flores

Chihuahua, Chih.

Si el desenlace del proceso electoral se da del modo en el que se percibió prácticamente desde antes del inicio de la campaña electoral, será un resultado inédito, que podrá trastocar los cimientos del régimen político hasta ahora vigente en el país.

Como en todas las ocasiones en que los mexicanos han efectuado profundas transformaciones a la vida pública, como fruto de una muy extensa participación, pero la de ahora se hará sobre la base de la participación más grande de toda la historia, no sólo electoral, sino de todos los procesos sociales previos.

Millones de mexicanos expresaron por todos los medios a su alcance el hartazgo al régimen político. Merced a todo lo efectuado históricamente, hoy lo podrán realizar mediante un proceso electoral, fruto de una larga, cruenta y dolorosa lucha político-electoral -a lo largo y ancho del país-, en la que mexicanos de casi todos los confines nacionales protagonizaron, en su momento, en sus modos y con sus candidatos y partidos, una intensa disputa con el régimen y su partido, por todos los espacios del poder público en México.

La lucha fue a brazo partido, a dentelladas, en muchas ocasiones muy violentamente, con asesinados y desparecidos; con cientos, miles de encarcelados a lo largo de casi todo el siglo XX.

No hace mucho de tal. En 1988, a unas horas de las elecciones presidencial, dos de los más cercanos colaboradores de Cuauhtémoc Cárdenas, candidato presidencial del Frente Democrático, fueron victimados. Durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari fueron asesinados más de 600 militantes del PRD, partido que nació bajo el influjo del hijo de Lázaro Cárdenas como el “partido del 6 de julio”.

Y hay un rasgo en todo ese proceso social: Que con altibajos, con diferencias, bajo distintos colores partidarios, la mayoría de los participantes de las luchas sociales se hacían presentes en las contiendas electorales y con ello ratificaban algo presente desde los tiempos en que Francisco I. Madero convocó a los mexicanos a participar electoralmente ¡para derrocar a la dictadura porfirista!

Salvo por momentos, y con la excepción de algunos grupos políticos (que por momentos podían ser importantes por el número e influencia política) el rasgo más frecuente en la historia moderna es que los mexicanos le apostaron a la lucha electoral como medio para cambiar “al gobierno”.

La lucha fue paso a paso ¿Se imaginarán los jóvenes que van a votar por primera vez, en plena era digital, que fue necesario desarrollar una intensa batalla ciudadana para convencer e imponerle al gobierno la necesidad de que la credencial de elector contara con fotografía?!!!

Y así fue en todos y cada uno de los aspectos de los procesos electorales, pasando por uno cardinal: El de “ciudadanizar” la elección y los organismos electorales; que ya no fueran los funcionarios del “gobierno” los que desempeñaran todos los puestos de funcionarios de las casillas electorales, iniciando desde la presidencia misma del máximo órgano electoral, que era ocupada por ¡El Secretario de Gobernación!

No es una alabanza a los órganos electorales, ni, por supuesto, tratar de hacerse eco de ellos, asentar que hoy son los ciudadanos los que reciben los votos y los cuentan. Para que esto ocurriera debieron morir, y no es una frase, cientos de mexicanos.

La lucha fue palmo a palmo por una razón: Porque el régimen no estaba dispuesto a ceder el poder que, lo sabía, pasaba por el control de los procesos electorales.

Por eso hoy tenemos una legislación, no solo robusta, sino exagerada, que obedece a la necesidad ciudadana, popular, de imponerle controles y candados a la clase política y su extrema voracidad por el poder público.

Fruto de la más violenta de las luchas políticas escenificadas por los mexicanos, La Revolución Mexicana, los gobernantes debieron someterse a una regla de oro, la de la no reelección, y con ello le imprimieron al ejercicio del poder en México una regla: Que el poder público es efímero.

Pocos gobernantes la toman en cuenta; se percatan de ello cuando su período se aproxima a su fin.

A todos se les olvida. En nuestros lares César Duarte nunca la tomó en cuenta, ni cuando lanzó una de sus frases más memorables: “El poder es para poder y no, para no poder”.

Sí, nomás que, como la vida, se acaba; llega un día en que los ciudadanos toman una decisión electoral y le ponen nombre al sucesor de quien creyó que marcaba, indeleblemente, la historia de su terruño.

Hoy puede ser una jornada histórica en lo nacional, no solamente porque se puede dar un resultado electoral en favor de un candidato de la oposición, no, tiene esa connotación porque, como nunca, el régimen y su partido se encuentran en condiciones tales que pueden sufrir una apabullante derrota; quienes optarán el día de hoy por un candidato de la oposición serán casi cuatro quintas partes del total.

Y no será solo en la elección presidencial, de ahí lo temerario de la previsión aquí planteada.

Esa previsible derrota abrirá una coyuntura extraordinaria, puede convertirse en el hecho que catapulte la concreción de la transición democrática, largamente postergada y en ocasiones hasta aparentemente desechada.

La derrota del PRI en las elecciones presidenciales en 2000 y 2006 le permitió a los gobernantes locales (gobernadores y alcaldes) acceder a más recursos federales -que hasta entonces eran manejados exclusivamente por el partido del régimen- y cambiar varias de las reglas de la distribución de las partidas federales, con lo que se desarticularon enormes y poderosas redes que ejercían a rajatabla, sin orden, concierto ni ley los recursos federales.

Pero ni Fox, ni Calderón se atrevieron a desarticular al régimen, hombres del sistema se conformaron con administrar los recursos y las crisis, de todo tipo, y se avinieron a los modos de los hombres del poder real en el país.

No eran promotores de la transición democrática y cometieron un gravísimo error, no fueron capaces de atajar lo que a la postre fue el origen de la catástrofe política del régimen: Los gobernadores, de todos los partidos, se convirtieron, no en virreyes, sino en verdaderos caciques modernos, hombres, no de horca y cuchillo sino de mil y una artimañas para hacer crecer sus carteras, y las de sus amigos y socios.

No pararon mientes en recordar que el poder público en México es efímero y que hay elecciones competidas.

No sólo terminaron -la mayoría- en el descrédito popular, sino muchos de ellos, en la cárcel o prófugos y, tras ellos, la indignación y el hartazgo ciudadano que hoy está a punto de convertirse en el peor de los mundos posibles para la mayoría de la clase política.

Una encuesta ordenada por El Diario de Juárez, publicada en abril del 2016, en el estado de Chihuahua, mostró un novedoso resultado: La mitad de los encuestados dijeron no sentirse identificados con partido alguno.

Por supuesto que ese dato no era único en el país, es un comportamiento generalizado. Debió alertar al grupo gobernante.

No fue así.

Aún suponiendo que el resultado de hoy fuera radicalmente distinto a lo que percibimos a lo largo de la campaña, por lo menos el día de mañana nos encontraremos con una intensa división de las posiciones del poder alcanzadas por las fuerzas políticas.

No habrá un partido hegemónico en el país; si lo hubiese (y hay muchos elementos para pensar que así puede ser) no podrá ejercer el poder como lo hicieron en el pasado los partidos gobernantes y entonces deberá dar pie a que se despliegue un poderoso movimiento ciudadano capaz de imponer una agenda, la de la sociedad, y que permita realizar los cambios que hagan posible la instauración de un nuevo régimen, uno incomparablemente más democrático que el actual, además de enfrentar en mejores condiciones la avasallante y crítica situación del país.

Deberán, los nuevos gobernantes, entender que no todo será obra de quienes ejerzan el poder, que deberán dar cauce a las iniciativas de un pueblo ahíto de contar con un buen gobernante.

Y ahí estriba uno de los problemas.

El pueblo de México -en su mayoría- confía extremadamente en la figura presidencial, fruto de un largo período en el que el presidente lo fue todo, y del pasado más remoto en el que el rey tenía un representante omnímodo.

Luego, a lo largo del siglo XIX no hubo condiciones para cambiar tal percepción -fruto de una realidad- pues siempre existió “el hombre fuerte”, ya fuera Antonio López de Santa Ana, Valentín Gómez Farías, Benito Juárez o Porfirio Díaz.

Los revolucionarios del siglo XX por poco aportan el propio, ya fuera Alvaro Obregón o Plutarco Elías Calles, impedido, en el primer caso, por las balas asesinas de José de León Toral, y en el segundo, por la irrupción del Gral. Cárdenas, quien le pidió amablemente al “Jefe Máximo” abandonara temporalmente el país.

Todo lo anterior dio pie a la extrema temporalidad del presidente de México; lo son todo, pero solamente un sexenio.

A cambio se le pide resuelva todos nuestros males.

Ninguno ha podido y el nuevo tampoco lo podrá hacer, deberá ser fruto, como lo es ya, de la intensa movilización social, sólo eso permitirá cambiar al régimen.

Eso es lo que está en juego hoy.

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Luis Javier Valero Flores

Director General de Aserto. Columnista de El Diario