La perla

Quereres, queveres y querencias

La perla 2 de marzo de 2019

León Reyes Castro

Chihuahua, Chih.

Es invierno, de esos de vientos fríos que rajan la cara en el desierto del septentrión. Muy de mañana Héctor llega a su oficina. Hace meses que la carga de trabajo es enorme, pero le gusta la labor que lleva a cabo, lo presiona el tiempo, le hace que agudizar la imaginación y desarrollar la creatividad. De él depende una enorme pirámide conformada por miles de personas distribuidas en distintas regiones.

El área ejecutiva, ubicada en el inmenso galerón que la dependencia gubernamental ha habilitado, diariamente semeja una colmena en la que cada integrante cumple meticulosamente su función.

Héctor es un hombre muy joven para esas magnas responsabilidades, apenas ha cruzado los 30 años, se siente jefe y actúa como tal, sobra quién le cultive el ego y se hacen cotidianas las frases elogiosas de sus colaboradores: “Es usted muy inteligente”, “Cuánta capacidad de trabajo”, “Cómo le hace para mandar a tanta gente”, “Tiene muchas responsabilidades y siempre anda de buen humor”.

Esa mañana, al ingresar al edificio, escucha un barullo que sale de lo normal. La gente que trabaja en el galerón es muy joven, muchos de ellos aun están en la preparatoria, en la universidad o son recién egresados, en consecuencia todos son una explosión de hormonas. La música que se escucha supera en mucho los decibeles habituales.

Sube la escalera, ahí se da cuenta que la música proviene desde el escritorio donde descansa una radiocassetera portátil. La estridencia que escucha, obvio que es rock, pero desconocido para él. Levanta su mirada y ve una muchacha a la que le calcula veinte años de edad.

Se acerca hacia ella, con cara de pocos amigos y desde su estatura, subiendo el tono de voz, le dice:

-¿Pues dónde crees que te encuentras? El ruidajo ese que tienes está bueno como para un reventón de fin de semana donde corra el alcohol y la mota. A ver si le bajas a tu desorden y te pones a trabajar-

Con cara de displicencia, la mujer mira a su jefe y sin consideración alguna le dice:

-Siéntate y te explico, seguramente de rock no sabes nada-

Él toma asiento y entonces ahora si se ven cara a cara. Como paradoja, ella está en la posición de dueña del escritorio y él de escucha.

- ¿Y tú, cómo te llamas?- Pregunta Héctor con voz de autoridad.

–Leticia, Patricia o Martha, como se te ocurra- Contesta ella con voz medio chillona

Héctor siente de inmediato el poder y la fuerza de la joven mujer y comprende que solo la existencia de su nombramiento oficial le da jerarquía sobre ella.

Ahora si la ve minuciosamente, su inmensa y abundante mata de pelo de color castaño oscuro tirando pelirrojo, denso y pesado, le llega por debajo de los hombros; posee un rostro no muy bello detalle por detalle pero en conjunto cautivador y la ausencia de maquillaje permite apreciar los cientos de pecas que cubren su blanca piel.

Su cuello es aceptablemente largo y delgado. El escritorio solo permite ver hasta donde terminan sus senos, pequeños pero firmes y bien puestos. Se nota que no usa sostén porque resaltan sus pezones por debajo de la camiseta entallada y estampada a rayas que lleva puesta. En ese momento Héctor pasa de la molestia al goce, piensa: “Está cuero está chavala”.

-Oye jefe, te voy a explicar lo que ignoras de ésta música. ¿Sabes a quién estoy escuchando?

-No, pero bájale a tu ruido.

Ella baja al volumen y le dice:

-Guarda silencio, solo escucha.

Pasan unos minutos, Héctor se va relajando, escucha con atención y va descubriendo sonidos musicales que le sorprenden por su intensidad y a veces por sus casi silencios, siente que le agradan las tonalidades del cantante.

-Esto es Rock progresivo, el grupo es Pink Floyd, la rola se llama “The Wall” y la cantan Waters y Gilmour.

Héctor solo contesta:

-Me gusta, no lo conocía pero se oye muy bien.

--Escucha esto— Toma otro casette, lo introduce en el reproductor y se escucha algo parecido pero muy diferente.

--Este es Alan Parson con “Eye in the sky”. Los dos son grupos ingleses, porque has de saber que los mejores grupos de rock progresivo son de Inglaterra.

--Si, me gusta lo que estás escuchando, para mi es nuevo, nada más bájale a tu euforia-

Al terminar la conversación, Héctor decidió que todos los días le dedicaría un rato a Leticia, Patricia, Martha o como se llamara.

La muchacha fue guiando a Héctor al conocimiento de los diversos géneros de rock, así como al blues, al jazz, al bossanova. Gracias a ella, supo de Erick Clapton, de Muddy Waters, BBKing, Caetano Veloso y muchos más.

De esas pláticas cotidianas se fue tejiendo la relación que al poco tiempo se transformó en queveres. Salían en las noches a recorrer los lugares más insólitos de la ciudad, zonas residenciales, barrios bajos y un buen día terminaron en el departamento de la muchacha. Destaparon una botella de vino, pusieron en la tornamesa Animals de Pink Floyd y sin trámite alguno, ella sacó un cigarro de yerba.

-Es de Oaxaca. ¿Gustas?- Sin decir más, tomó el cigarro forjado en papel arroz, le dio dos o tres jalones y de ahí todo en esa noche fue disfrute.

Por primera vez la vio desnuda, era una falsa flaca porque sin nada que cubriera su piel, su cuerpo era esbelto, armónico, con una grupa de potranca fina y enormes pezones rosas.

Esa noche escucharon hasta el cansancio la voz desgarradora y aguardentosa de Janis Joplin. Entre besos y caricias, ella le susurró al oído a Héctor:

-A partir de hoy me llamarás como a Janis Joplin: La perla. Yo soy tu perla.

Héctor disfrutaba de aquella relación, prácticamente vivía en el departamento de la Perla. A pesar del permanente desorden de la cocina, del baño y de cada cuarto donde abría la puerta, él se desplazaba entre el tiradero de prendas de vestir, libros, revistas, platos con restos de comida para estar con ella.

La perla representaba, para Héctor, todo lo que quería poseer: una mujer de veinte años, lectora voraz, radical feminista, irreverente, rebelde, que alteraba su conservadurismo. Paradójicamente. Héctor tenía obsesión por el orden, la limpieza, los pantalones bien planchados, las camisas almidonadas, el calzado impecable.

Héctor y La Perla eran dos universos difíciles de compatibilizar. Como el agua y el aceite.

Después de algunos años de convivir, cierto día en que La perla y Héctor, desnudos, compartían una copa de vino, ella lo abrazó con ternura y le dijo al oído:

-¿Y si nos casamos?

Héctor hizo un recorrido visual por el entorno, vio el desorden que imperaba en el lugar y le dijo:

-Claro que si--

Al día siguiente ella salió temprano, Héctor acomodó en una maleta la mayor parte de sus pertenencias, salió a la calle y sin voltear la mirada decidió que era el momento de perder para siempre a La Perla.