Chihuahua, Chih.
Entre el amplio espectro noticioso que hay en el país, hay tres notas que destacaron notoriamente: la primera, el linchamiento de dos personas en un poblado del estado de Morelos; la segunda, relativa al video en el que se muestra la ejecución de más de 15 personas en Iguala, Guerrero; y la tercera, relativa al descubrimiento de la que el gobierno de la república denominó como “un campo de exterminio en activo”.
Hay también tres conceptos que se les pueden asociar a estas notas. El primero de ello es el de la rabia asociada a la impunidad. Quienes cometieron los crímenes que se documentan en esas notas, lo hicieron “porque pueden hacerlo”, es decir, porque se mantiene una lógica de operación local, en la que el contubernio de las autoridades con grupos delincuenciales se mantiene, y porque saben que las consecuencias de sus actos serán mínimas o definitivamente, nulas.
El segundo concepto es el del terror. ¿Cómo puede una sociedad vivir en paz cuando se sabe y es manifiestamente público, que las bandas del crimen organizado pueden controlar carreteras, y a pie de ellas, contar -con el cuidado que se debe tener respecto del término-, un “campo de exterminio”, en el que se dispone de crematorios clandestinos para la desaparición de personas que fueron víctimas de desaparición forzada y homicidio?
El tercer concepto es el de la furia; esa que despliegan quienes tienen el control de amplias franjas del territorio nacional; pero también la que está contenida en cientos, quizá miles de los pueblos que existen en nuestro país, frente a la amenaza constante, el robo, la extorsión, y los delitos sexuales, añadidos a la pobreza, desigualdad y marginación que han crecido en los últimos tres años, y agravadas en el escenario pandémico.
Lo grave de esta situación es que cada semana se repite lo mismo: la anterior fue la bomba que estalló en el estado de Guanajuato dejando a dos personas muertas y varias personas heridas; la anterior, las pérdidas materiales y humanas en medio de los desastres naturales y la ausencia de adecuadas políticas de prevención; y así, cada una de las semanas que transcurren, y en las cuales se repite una y otra vez la monstruosa cifra de más de 90 homicidios perpetrados por día.
Por ello sorprende el cálculo deliberado del gobierno de la República, de no abordar estos temas, a fin de reducirlos o minimizarlos en su impacto en la opinión pública y evitar el choque con su narrativa de logros y avances.
¿Cómo explicar que, en un país con 2 millones de decesos en dos años; con más de la mitad de la población en pobreza, y con más de 80 mil personas desaparecidas, el titular del Ejecutivo federal mantenga niveles de aprobación por arriba del 60%? ¿Cómo explicar esa disonancia? Y, sobre todo, ¿cómo lograr un nuevo diálogo público con el gobierno federal, desde la academia y la sociedad civil, para reencauzar al país hacia un rumbo de seguridad, paz y bienestar social para todas y todos?
En Chiapas, cada vez hay más señales de que la violencia puede desbordarse; y, en Zacatecas, se ha desatado una espiral de violencia extrema, que en solo dos años le ha llevado a ser la entidad con mayor tasa de homicidios del país. Sonora, Tamaulipas y Michoacán están experimentando rebrotes de violencia muy peligrosos, y Guanajuato, Baja California, Chihuahua y Jalisco siguen acumulando cadáveres por miles.
La violencia extrema generada por el crimen organizado, no debe olvidarse, es no sólo expansiva, sino también aceleradamente dinámica; se mueve en el territorio de disputa en disputa, y los niveles extremos alcanzados en 2018 se han recrudecido, sin que se vislumbre un horizonte de pacificación y modificación estructural de las condiciones que perpetúan y permiten la reproducción sistémica de la violencia armada que ha dejado, en la última década, al menos 800 mil niñas, niños y adolescentes en la orfandad.
Las conferencias matutinas de la presidencia han logrado dominar la conversación, generando mayoritariamente reacciones respecto de lo que ahí se menciona; y los temas o personajes que no aparecen, quedan subsumidos en la vorágine informativa y de hechos; y por ello, lo que se privilegia todas las mañanas es la práctica reiterada de “machacar” los avances y logros que se quieren visibilizar.
El problema se encuentra en que, luego de prácticamente tres años de gobierno, las transformaciones estructurales, y los efectos que estas deberían tener en la población, no terminan de llegar, aunque sí se ha conseguido una polarización que hasta ahora ha favorecido al proyecto del presidente, pero no necesariamente a la nación.
Desde esta perspectiva, el hecho de que el presidente refiera recientemente qué habrá de hacer cuando llegue el final de su mandato, envía una señal de preocupación, pues son muchas las tareas pendientes, y muchos los problemas que deben atenderse con enorme urgencia, como para pensar en el último día de gobierno.
Lo cierto es que al presidente le quedan exactamente 156 semanas en el cargo; no más, pero tampoco menos. Es un tiempo sumamente escaso, y por ello mismo, doblemente valioso. Cada decisión, cada acción que tome en este lapso debe ser por ello sumamente meditada, aún en la inmediatez y la urgencia del día a día.
México necesita tener claridad de la hoja de ruta para este periodo, y avanzar, día con día, hacia la tan anhelada pacificación de la República; hacia la construcción de un nuevo curso de desarrollo que garantice bienestar universal auténtico; y de cara a la edificación de una nueva lógica de justicia y reparación del daño a las víctimas.
Sino se mueve el país en esa dirección, seguiremos atrapados en la inmensa distancia que hoy se percibe entre el discurso oficial, y la furia, real y concreta que todos los días recorre al país, y que todos los días nos enluta y nos llena de espanto.