Chihuahua, Chih.
Hace unos días asistí a Puebla. Ahí se organizó un homenaje a los 20 años de Híkuri, libro emblemático de José Vicente Anaya. Ahí, en Puebla, leí un ensayo sobre la obra de este chihuahuense destacado; parte del mismo se los presento ahora.
¿Cómo escribe el poema Hikuri? Desde 1974, José Vicente Anaya amasaba su poética con generosas porciones de amor amargo, subversión y rebeldía, con pizcas de felicidad y de locura. El primer trago de ese brebaje debió dotarlo de una fuerza prodigiosa para oponerse a cualquier tipo de poder, es decir, para ser poeta. Enseguida preparó una pócima infalible:
“¿Esperas que te dedique/
mis epigramas, nuevo César?/
Te las doy a beber./
Las hago con veneno”.
La alianza de José Vicente Anaya con los beatnicks, los poetas golpeados que cayeron, gruesos, del cielo, fue natural. Los beats habían iniciado en Estados Unidos “una revuelta cuyo propósito no consistía en cambiar el orden existente, sino salirse de él, para encontrar el significado de la vida por medio de experiencias subjetivas y no por medio de la proeza racional” (Alan Watts).
Estos poetas se instalaron en el territorio que la sociedad les asignó y que ellos aceptaron: el outside. En su desdén por “el progreso” y su preferencia por la marginalidad cuestionaban profundamente y desafiaban a los normales, a sus reglas, a sus vidas llenas de huecos que no se sacian con los modernos avances tecnológicos.
Como los beatnicks, José Vicente Anaya rechaza la academia y se inscribe en la vida como alumno irregular. No sólo es la afirmación de su disidencia, sino una propuesta de otra vida a la que los normales han renunciado. El poeta es un visionario, en él se decodifican los sentidos y es un anomalía? ¿Es un loco? No, es un poeta. No siempre se pueden separar poesía y locura: se confunden en la búsqueda y en el hallazgo. Descubren otras latitudes bajo el signo de la desgarradura; construyen mundos no con el afán de evadirse sino para que otros lo habiten. Abre los caminos: sus poemas son ese hilillo de sangre que deja tras de sí.
José Vicente Anaya iba a Hikuri, como Antonin Artaud al País de los tarahumaras:
“No iba yo hacia el peyote como curioso, sino al contrario, como desesperado que quiere arrancar el último girón de la esperanza… Iba, no para entrar sino para salir. Para lavarme”.
Hikuri es un viaje ilustrador al interior de sí mismo que hace desaparecer las fronteras entre el hombre y la naturaleza: en el territorio de las maravillas nada José Vicente Anaya (su tambor es el sol), las sirenas espirales se meten a sus oídos, se aterroriza, se encabrona, se conmueve, se asombra, canta y aúlla al unísono con los rarámuris, entre muchachas triangulares y esféricas, los horizontes se retuercen, lluvias de besos y estrellas, lunáticos libres en plenilunio, sonidos que se ven, suaves garzas en el estiércol y resurrecciones de los recuerdos.
“Qué ves/ en el lugar que pisa tu cabeza”.
El hallazgo del vértigo conduce a fundar lo inesperado. Por la sangre de José Vicente Anaya corre locura sagrada. Ha tomado la biznaga de la verdad y vocifera. ¿Cómo pedirle por favor que guarde compostura a un poseso? Alguien ha hecho cosas terribles y a nadie parece importarle: “En las aglomeraciones de gente nadie conoce a nadie/ Todos los aparatos electrónicos controlan la vida ajena/ Han metido una célula fotoeléctrica en mi cabeza ówima/ Néwaré/ la debo expulsar/ Ne rayena ga’ra támera/ mapu tumuje rijimátima…
Los dioses que entre las rocas florecen, recompensan a quienes comulgan con su carne. Los sentidos enloquecen, la sinestesia abre las puertas de la percepción, el discurso se disloca, el soliloquio es un parloteo de lenguas y de trinos en el pequeño mundo que es el cosmos, el ser se escinde, el mundo se fragmenta, el edén se subvierte, el rompe el mar, el firmamento y la talega del pensamiento: “¿Qué ves en el lugar que pisa tu cabeza?”
“Mi madre es quien se levanta a despertar el mundo/
Con sus ruidos de trastos toca la batería para Charlie
Parker/ desaparecen las alas de mi espalda que
Me hacían volar sobre los basureros
Donde juego de día/ y solo veo la cara triste
De mi padre queriendo recordarse/
Está oscuro./ Esto sucede en el cuarto donde duermo,
Que es la casa de todos/ Mi madre
Mete unos panes en la cajita que se llevará su esposo
Mañana le quitaré esa comida tosca, y en su lugar
Le pondré unas margaritas
Que me pudo robar del cementerio”.
José Vicente Anaya viaja en el ave de la imaginación, en la barca de los locos, del cielo a la tierra, del mar al sol, por San Francisco y el Trópico de Cáncer, por el Golden Gate y la Sierra Zapoteca; y traspasa las fronteras de su yo, con una sola voz de múltiples texturas y siempre transparente.
He aquí su biografía, el mejor de sus retratos hablados: “los vidrios/ no tenemos/ puertas cerradas”.
Un abrazo para José Vicente Anaya, mi amigo y mi Maestro.
***Los libros de este autor, Alfredo Espinosa, se encuentran a la venta en la librería Kosmos, a un lado de La Fuentes Danzarinas.
Presentación del libro Conversaciones con José Vicente Anaya de Daniel Terrones en la Casa Chihuahua, el 2 de marzo a las 7 pm. Entrada libre
alfredo.espinosa,[email protected]