Infidelidad: Las flores en el infierno

Infidelidad: Las flores en el infierno 18 de febrero de 2023

Alfredo Espinosa

Chihuahua, Chih.

Muchos de los secretos de nuestras vidas están ahí, palpitando, en el –aparentemente inofensivo- teléfono celular. Casi todas las relaciones, particularmente de pareja (lícitas, prohibidas, de closet, platónicas, subterráneas, clandestinas, etc.), se amotinan en ese pequeño aparato conformando una madeja de cables eléctricos que en cualquier momento chisporrotean. Es tan personal que se impide la entrada a extraños. A veces se permite el acceso a otro(a) para evitar suspicacias o demostrar la transparencia y la honorabilidad; pero otros (as) lo salvaguardan en un acto de defensa de su privacidad. 

Sin embargo, en la mayoría de los casos se le mantiene en una custodia permanente o se le aplica candados inviolables, porque ahí, en el celular, reside gran parte de la intimidad de la persona y suelen condensarse las tentaciones en un número mágico o en un mensaje que alentará y hará feliz a quien lo recibe. Pero un simple descuido que permita al otro(a), con quien comparte un convenio de fidelidad, asomarse a la intimidad de su teléfono –lo mismo sucede con los correos electrónicos o el chat – podrá demolerlo y fracturar la confianza para siempre.

Uno (a) se mete al celular de otro (a), por descuido, por curiosidad, por celos y vigilancia, y así –en estos tiempos de la comunicación exprés- es como suelen descubrir las parejas sus acciones desleales: “le encontré un mensaje que decía te amo mi niña, o gracias por darme estos momentos, o me gustaría que estuvieras conmigo, o…” –y los mensajes se extienden al infinito, o “le hablaban mucho de este número”, o “se escondía para llamar o para responder cuando le hablaban de ese número”, o “no le quitaba los ojos a su celular”, etc. Y entonces se desencadena el drama.

Y es que todo tiene mudanza. Una persona cambia permanentemente y en estas metamorfosis exigen un reacomodo en la relación. Y si esto no logra leerse en el corazón del otro (a), estará abriéndose una de las puertas al infierno.

El descubrimiento de la infidelidad no sólo pone en evidencia esa otra relación sino las deficiencias que ha ido arrastrando y acumulando la pareja original. ¿Qué busca quien traiciona? ¿Despejarse, divertirse, acompañarse, trasgredir códigos, agredir y agredirse? Parece que las razones son más profundas y casi siempre oscurecidas a la conciencia de la persona desleal. Y tienen que ver con el deseo de no anularse en el otro, de salvar la individualidad, buscar desvincularse de una determinada pertenencia, e intentar crear un nuevo espacio de identidad.

La infidelidad suele ser un viaje fuera del nosotros, sin las obligaciones sociales, más allá de los propios preceptos religiosos, para recuperar la libertad que nos permita respirar aire fresco, crecer, enriquecerse, buscar el conocimiento de sí mismo. Aunque se tenga que pagar un alto precio.

La pareja, cualquier pareja, está siempre amenazada por un tercero. La infidelidad ronda todo el tiempo esperando un momento de fragilidad de alguno de los miembros. Pero sin saberlo, quienes sufren esa deslealtad, han estado persistentemente trabajando para que la traición se lleve a cabo.

El proceso de trabajo y los compromisos familiares son tan demandantes que terminan por descuartizar y fragmentar a los miembros de la pareja. Y quizá uno de los problemas más graves es que sólo tienen tiempo para proveer y criar a los hijos, olvidándose con frecuencia que nadie cuida de la pareja sino la pareja misma. Se ve tan natural que cada quien cumpla con la responsabilidad designada que no se abren espacios para el cuidado para la otra persona. Y esas demandas silenciosas e insatisfechas provocan una importante vulnerabilidad.

En las revisiones que de su historia afectiva hacen las parejas vulneradas con el acto desleal sobresale en algunos la sorpresa porque tenían la convicción de que todo estaba funcionando “bien, y de acuerdo a nuestros objetivos”. Y aún reconociendo los conflictos “naturales” del matrimonio, están seguros de haber desempeñado bien los roles que les correspondía. Y generalmente dicen la verdad.  Otros, en contraste, reconocen que en todos los ámbitos de la relación había distanciamiento y enfriamiento. En la cama, en la mesa, con los hijos y los amigos.

La infidelidad, aunque casi nunca se justifica, casi siempre se explica a partir del deterioro de las distintas áreas del amor: la comunicación, el cuidado, la pasión…

Todo tiene mudanza. Una persona cambia permanentemente y en estas metamorfosis exigen un reacomodo en la relación. Y si esto no logra leerse en el corazón del otro, estará abriéndose una de las puertas al infierno.

En ese viaje fuera del nosotros, que prescinde del nosotros, es al nosotros a quien traiciona, raramente traiciona al tú o al yo.

La infidelidad nos permite decirle adiós a un estado de seguridad, a una imagen que, quizá, sólo era social y no afectiva; a las proveedurías para desarrollar el proyecto familiar a costa de marginar las cosas del corazón.

La infidelidad traiciona, fundamentalmente al nosotros, a lo que Uno y Otro, tu y yo, somos juntos, y juntos hemos hecho. Eso que se ha ido construyendo, incluso sin conciencia de hacerlo, por los dos, con las rutinas y cotidianidades, discusiones y reconciliaciones, y que puede ser vivido como una tumba o como un infierno, como ese matrimonio que se cree inamovible aunque se hunda en las arenas movedizas; como un vacío tedioso, o una multitud solitaria. Eso es lo que se traiciona.