Chihuahua, Chih.
La felicidad no es un buen tema para las canciones que tu alma elige.
Las historias amorosas necesitan ingredientes de riesgo y aventura.
Víctor Hugo solía decir que las cadenas del matrimonio son harto pesadas y que por eso convendría cargarlas entre tres. Las mujeres de hoy seguramente le responderían: “Sí, Víctor Hugo, tienes razón, pero asegúrate que la tercera persona sea un hombre joven y fuerte”.
Los amantes van en busca de un poco de cielo, de alguna nube, y aunque entren a un campo de batalla, ellos llegan tomados de la mano, besándose, enredando sus almas en un apasionado cuerpo a cuerpo.
Ignoran que el amor es una criatura que se arrastra como las serpientes y que tienta como los dioses; que su historia es sencilla y corta y sucede entre una sonrisa y la muerte; que escribe sus memorias sobre viejas partituras, con besos y arrumacos, pero también con la sangre de las nuevas desdichas.
Los amantes van en busca de un poco de cielo, de alguna nube, y aunque entren a un campo de batalla, ellos llegan tomados de la mano, besándose, enredando sus almas en un apasionado cuerpo a cuerpo.
El amor es un sentimiento que carece de definición. Es una palabra que sugiere penumbra y niebla, azar y azoro, metáfora y canción.
Es un sentimiento que convoca a todas las emociones y las amotina en el corazón, y lejos de aclararse en esos territorios ahí se vuelve un nudo de contradicciones, un nido de enigmas.
El amor es al mismo tiempo maravilloso y aterrador, es fuego helado o hielo ardiente, provoca alegrías grandiosas pero también produce hondas penas; hiere y cura; es pócima de venenos letales o licor de sublimes delirios.
El amor revuelve los pensamientos, desata la jauría del sexo, sobresalta el sueño.
Es una maldición o una bienaventuranza.
El amor es un sentimiento que carece de definición.
Es una palabra que sugiere penumbra y niebla, azar y azoro, metáfora y canción. Es un sentimiento que convoca a todas las emociones y las amotina en el corazón, y lejos de aclararse en esos territorios ahí se vuelve un nudo de contradicciones, un nido de enigmas.
El amor es al mismo tiempo maravilloso y aterrador, es fuego helado o hielo ardiente, provoca alegrías grandiosas pero también produce hondas penas; hiere y cura; es pócima de venenos letales o licor de sublimes delirios.
El amor surge si dos miradas se encuentran –“dos saberes inconscientes que se reconocen” –apunta Jaques Lacan, y se siguen sin que sepan quién sigue a quién ni hacia dónde se dirige uno o el otro. Esa el la única manera de experimentar la libertad ajena: soy distinto si otro me mira, y mientras más profundamente lo haga, más me pierdo, y al mismo tiempo más voy siendo yo mismo y más me conozco. Siempre hay una parte de nosotros mismos en la otra parte, y esa es una razón por la cual la amamos.
¡Ah el amor! ¿Lo has vivido? Su corazón en mi corazón, su rostro encarcelado en mi mirada, mi nombre dicho por sus labios, su ser que no logro asir con palabras y abrazos pero que ya siento mío, y sin embargo se escurre, se extravía en mí y conmigo y sin mí.
El amor es un sedante, un anestésico que mitiga los dolores de la vida. Esa persona se te clava entre ceja y ceja como un clavo ardiente y te acelera el corazón. Son amores que levantan los deseos y humedecen las guaridas más secretas.
¿Te acuerdas como empieza todo esto? Ya lo he dicho, pero te lo recuerdo: te habías fatigado, cada vez más te quejabas de la opaca y doméstica dicha conyugal, habías hecho un alto en el camino, escrutaste el horizonte y no percibiste peligro alguno; te olvidaste incluso que estabas en la jungla y te atreviste a abandonar tus armas de guerrero por un momento; te despojaste de la armadura que siempre te había protegido y comenzaste a sentir el aire limpio, la lluvia fresca, las caricias suaves, el agua de los arroyos cristalinos, la yema de sus dedos en tu piel, sus besos como si saborearas jugosas rebanadas de sandía, racimos de uvas… Quizá te emborrachaste un poco, te dormiste y soñaste con que la selva se podía organizar en dóciles jardines y huertos domésticos…
Luego, ya sabes, la besas. Una y otra vez y otra, y una larga sesión de besos comienza. En el lenguaje amoroso, sus letras más candentes se escriben con besos.
Besos dulces, profundos, prolongados. “Dame mil besos –cantaba el poeta veronés Catulo- y después dame cien más,/ y otros mil más y después otros cien más,/ y muchos miles hasta que enredemos la suma/ y no sepamos cuántos besos nos damos/ ni tampoco los envidiosos lo sepan”. Las lenguas pasean por los labios, se entrelazan, se deslizan; algo de amor escriben las lenguas sobre las lenguas, se extravían haciendo el vino y la miel de los amores delirantes. Con besos se abren las fortalezas selladas, se derrumban los muros, se encienden los fuegos. Con besos así, dos se siente uno, respiran el mismo aire, beben agua del pozo de la otra boca.
Luego la muerdes un poco, resbalas las manos por su geografía y tocas sus cumbres y sus hondonadas, y su aliento se pone calientito cerca de tu oreja y sientes que se hunden sus uñas en tu espalda, la desnudas lenta o frenéticamente, y libre ya a tu escrutinio y contemplación, plagiando unos versos de Jaime Sabines le dices: “Te quiero porque tiene las partes de la mujer en el lugar preciso y estás completa. No te falta ni un pétalo, ni un olor, ni una sombra”.
Pero justo en el momento del descenso, cuando la tumbas sobre la sábana, se te olvida la poesía y con tonos arrabaleros, le dices ese piropo de albañil que tan buenos resultados te ha dado: “Mamacita, te estás cayendo de buena”.
Ilustración: Pintura de Alfredo Espinosa "Pareja sirena"