Chihuahua, Chih.
El viernes, a través de la Secretaria de Gobernación, Luisa María Alcalde, el presidente Andrés Manuel López Obrador entregó en la Cámara de Diputados el penúltimo informe de su gobierno; el último, como ocurre en cada fin de sexenio, lo entrega el mandatario saliente cuando ya hay, o presidente electo, o un candidato triunfador aún en litigio en los tribunales electorales.
En esa circunstancia, el informe del quinto año es, en la práctica, el último en el que el presidente mexicano de las últimas décadas lo ha rendido en la plenitud de su poder, disminuido, en los sexenios anteriores, merced a que la mayoría de los ciudadanos más interesados en la vida pública se encuentran enfrascados en la definición de las candidaturas presidenciales, cosa que ocurre en esa magnitud, con variaciones, desde 1987 y, ya en la plena incertidumbre electoral, desde 1993.
López Obrador llega en circunstancias inéditas pues la oposición ya cuenta con quien será su candidata, Xóchitl Gálvez, (quien le «robó» parte de los reflectores en el día que era el «del presidente») y su partido acude, nervioso, a la definición (el próximo miércoles) de quien lo representará, en lo que se prevé será una cerrada contienda en junio del año próximo.
Seis años atrás se veía lejano el fin del sexenio de Andrés Manuel López Obrador; más aún, una mayoría ciudadana acudía esperanzada al inicio del mandato del tabasqueño, máxime, como era el caso de los juarenses (por extensión, la mayoría de los chihuahuenses) luego de saber que el nuevo presidente -aún en la fase de electo- había convocado a la celebración de eventos en los que se discutiría el clima de inseguridad prevaleciente en muchas de las regiones del país.
El primero fue convocado a celebrarse en Juárez, por desgracia correctamente, pues no hacía mucho tiempo que las dos principales urbes chihuahuenses (y no solo Juárez y Chihuahua se encontraron en esa dolorosa circunstancia, también se ubicó una decena más de los municipios de la entidad) habían ocupado los primeros lugares mundiales en el número de homicidios ocurridos.
Y tal condición, si bien se había atenuado, nunca llegó a los niveles previos al 2008, particularmente en el antiguo Paso del Norte.
Transcurrido casi todo el sexenio de López Obrador, sumado a los de sus antecesores, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, suman casi 18 años en los que la inseguridad en Chihuahua, evidenciada por el número de homicidios ocurridos en ese lapso, más de 40 mil, sin que las estrategias aplicadas (si es que se ha puesto en marcha alguna) hayan sido eficaces.
Según la fuente a la que se acuda, de acuerdo a los recuentos periodísticos, sumaron 41 mil 499, más los ocurridos en los 21 meses del Gobierno de Maru Campos (hasta fines de junio), período en el que se han registrado 3 mil 644, más 315 de julio y agosto. «… a nivel estatal las autoridades contabilizaron 165 casos en el mes de julio y 190 en el que acaba de terminar». (Nota de Alejandra Sánchez, El Diario, 1/9/23).
«… el gobierno de Reyes Baeza registró un promedio de 2 mil 174 asesinatos por año, lo que da un total de 13 mil 44 personas abatidas… el sexenio de César Duarte (octubre 2010-octubre 2016) sumó 13 mil 41 asesinatos… Durante el quinquenio de Javier Corral Jurado fueron asesinadas 11 mil 770 personas». (Chihuahua, casi veinte años a sangre y fuego, LJVF, El Diario, 31/7/23).
En ese tiempo, nuestra entidad se ubicó entre las 10 entidades que «aportaron»el 60% de los homicidios de todo el país.
A pesar de ello, ninguna de las administraciones federales, de los tres partidos que se han alternado en el poder, han diseñado y aplicado una estrategia eficaz para enfrentar a lo que es, sin duda, un fenómeno causado por el crimen organizado, que ha provocado, hasta el viernes anterior, 164 mil 693 homicidios en el sexenio de López Obrador (TReseach, 2/9/23).
Por supuesto que muchos efectuarán un balance positivo del gobierno lopezobradorista (los resultados electorales así lo demuestran), pero una cosa son las percepciones y otra, por desgracia, es la realidad y en ésta, por lo menos en el rubro de la seguridad, se ha convertido en el peor, no obstante la insistencia presidencial en asegurar que hay un importante descenso de los indicadores delictivos.
En muy contadas ocasiones se pueden precisar los momentos en los que se advirtió que una nueva administración -sea estatal o federal- se encaminaba, no sólo al fracaso en una materia, sino, incluso más importante, a desilusionar a quienes (si bien no a todos, sí a importantes segmentos de sus iniciales impulsores) los llevaron al poder.
López Obrador lo hizo antes de acceder al poder, en la etapa de presidente electo, cuando convocó a la celebración de los foros «Por la Pacificación y Reconciliación Nacional», que se efectuarían en las ciudades de Morelia, Michoacán; Torreón, Gómez Palacio y La Laguna, Cuernavaca, Morelos, y Acapulco, Guerrero, además de Baja California, Estado de México, Nuevo León, Coahuila, Puebla, Tlaxcala, Jalisco, Guanajuato, Veracruz, Oaxaca, Tabasco y Ciudad de México, para, supuestamente, diseñar el Plan de Paz y Seguridad.
Las luces de alarma se prendieron, para los nuevos gobernantes, cuando en el primer foro, el de Juárez, las voces de los familiares de las víctimas y desaparecidos, así como el de las organizaciones derechohumanistas, pusieron el énfasis en la desmilitarización de la seguridad pública, así como en la necesidad del castigo a los excesos cometidos por todas las corporaciones de seguridad pública y… del ejército.
El país estaba en el recrudecimiento de la ola homicida y la celebración de los foros acentuó la esperanza en el gobierno de tabasqueño.
No fueron muy lejos, los foros de Tijuana, Hermosillo, Culiacán, Cd. Victoria, Tams., Cuernavaca y Chilpancingo se cancelaron y/o se celebraron con la asistencia de quienes no serían funcionarios de los primeros niveles en el nuevo gobierno.
¡Increíble, dejaban fuera a varias de las entidades en las que el baño de sangre era inconmensurable!
Pocos días después, el presidente electo asombraba al mundo de los derechohumanistas y a una buena parte de la izquierda democrática al anunciar, al salir de una reunión con los mandos militares, la creación de la Guardia Nacional.
«Poco duró el gusto civilista, societario, en el combate a las políticas militaristas en el combate al tráfico de drogas y al crimen organizado… el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador y su futuro Secretario de Seguridad Pública, Alfonso Durazo, dieron a conocer el Plan de Paz y Seguridad, que contiene, centralmente, una de las cuestiones que más controversia han desatado en el país: La participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública». (Luis Javier Valero Flores, El Diario, 2018-11-18).
Pocas horas después de ese anuncio, López Obrador informó la composición de su grupo de asesores: Ricardo Salinas Pliego (Tv Azteca), Bernardo Gómez (Vicepresidente de Televisa), Olegario Vázquez Aldir (Grupo Angeles, Tv y Radio Imagen, Excélsior); Carlos Hank González, (Banorte-Interacciones); Daniel Chávez (Grupo Vidanta, a quien nombró como su asesor en materia turística y el tren maya), Miguel Rincón (industrial del papel y la madera de Durango), Sergio Gutiérrez (propietario de la empresa siderúrgica de Nuevo León, Deacero); y Miguel Alemán Magnani, (Interjet).
De esa manera, el nuevo presidente le daba la espalda a la parte más preocupada de la sociedad en el respeto a los derechos humanos y en la lucha en contra de la violencia desatada en el país, prácticamente desde mediados del 2007, en la exigencia de no involucrar al ejército, y en general a las fuerzas armadas, a las tareas de seguridad pública.
Hoy todo lo anterior es historia, los resultados son de espanto, medio país sufre los embates de las bandas delincuenciales y el presidente insiste en decirle a la nación que estamos mejorando y la cúpula militar -cuyo fracaso en combatir a las bandas delictivas es incuestionable- ha alcanzado un inmenso poder, de lo cual tendremos, desafortunadamente, suficiente tiempo para arrepentirnos.
El presidente López Obrador echó por tierra las recomendaciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la que sostuvo que en el modelo constitucional actual la intervención militar en el combate a la delincuencia sí es posible pero tendría que ser «excepcional, temporal, fundada y motivada, y bajo mando civil».
Dejó pasar la oportunidad de iniciar un verdadero proyecto de construcción de la policía que necesita el país, como parte de un plan integral de la seguridad pública y la seguridad ciudadana, enfoques ausentes, tanto en el Plan de Paz y Seguridad, como en las diversas propuestas hechas por el López Obrador a lo largo de su sexenio.
El candidato más votado en la historia reciente del país, que prometía «sacar al ejército» de las calles, propuso inicialmente, y lo llevó a la práctica, que las fuerzas armadas se convirtieran en la principal fuerza de seguridad pública en el país, mediante la creación de la Guardia Nacional, en la que, «sin abandonar sus misiones constitucionales de velar por la seguridad nacional y la integridad territorial del país, la preservación de la soberanía nacional y la asistencia a la población, nuestras fuerzas armadas participen en la construcción de la paz por medio de un papel protagónico en la formación, estructuración y capacitación de la Guardia Nacional…». (Plan de Paz y Seguridad Nacional).
En ese plan se prometía que habría «una formación académica y práctica en procedimientos policiales, derecho penal, derechos humanos, perspectiva de género… etc. …. (y) estará expresamente encargada de prevenir y combatir el delito en todo el territorio nacional y estará dotada de la disciplina, la jerarquía y el escalafón propio de las fuerzas armadas». (Ídem).
Nada de eso es realidad, todo lo contrario; sin embargo, una parte importante de la sociedad tiene una percepción favorable al discurso presidencial.
Ojalá concordara con la realidad.
¿Y ahora qué vamos a hacer, desarticular la Guardia Nacional, crear una policía federal y devolverle sus facultades a las autoridades civiles sobre este rubro?
*Columna de Plata-APCJ: 2008, 2015, 2017, 2022 y 2023
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