Chihuahua. Chih.
La dispersión masiva de recursos, junto con la narrativa permanente de AMLO, es un arma electoral poderosa.
Andrés Manuel López Obrador sabe desde hace mucho tiempo el poder del dinero sobre la voluntad de los que menos tienen. Lo hizo franciscanamente y sin interés cuando llevaba recursos a las comunidades indígenas a finales de los 70, y de manera interesada cuando fue jefe de Gobierno en la Ciudad de México en el primer lustro de este siglo, donde solía sacar dinero en efectivo de su escritorio y salir por las puertas laterales del ayuntamiento para repartirlo en las calles aledañas.
Lo que empezó con convicción, fue evolucionando a estrategia política en la medida que fue subiendo la escalera política hasta que llegó a la Presidencia y llevó la entrega directa de dinero a niveles extraordinarios.
La ruta que siguió consistentemente a lo largo del sexenio tiene en el umbral de la Presidencia a su candidata, Claudia Sheinbaum, a quien le ha dado instrucciones claras para que continúe el proyecto que llama la cuarta transformación.
Sheinbaum, que hasta ahora obedece a su mentor y jefe político sin mostrar prácticamente ninguna idea propia en su campaña, supera cómodamente a su adversaria Xóchitl Gálvez en dos encuestas publicadas este lunes, al término del primer tercio de la campaña presidencial. EL FINANCIERO ubica a Sheinbaum con una ventaja de 17 puntos, mientras que el tracking de la consultora Áltica la tiene 12 puntos arriba.
El poder del dinero se puede apreciar con toda claridad en la encuesta telefónica de EL FINANCIERO, que incorporó dos preguntas sobre los programas sociales.
A la pregunta sobre si el entrevistado conoce a alguien que haya recibido un programa social, la respuesta fue que 53% –ya sea la persona misma, un familiar o un conocido– sí ha recibido beneficios de los programas sociales del gobierno; o sea, 47%, menos de la mitad de los 130 millones de mexicanos, no ha recibido ninguno.
Traducido a la urna, a la pregunta de por quién votaría si hoy fuera la elección, Sheinbaum se llevaría 64% de apoyo de quienes han sido beneficiarios de los programas y 36% de quienes no los han tenido, mientras que Gálvez recibiría el respaldo de 47% de quienes no han sido beneficiarios, y sólo 21% de los beneficiarios.
López Obrador ha secado al gobierno federal y le ha reducido significativamente los recursos, que ha volcado, empero, a programas sociales y a la construcción de sus megaobras emblemáticas.
En los pre-criterios del presupuesto que envió el Viernes Santo la Secretaría de Hacienda a la Cámara de Diputados se aprecia la prioridad del gasto concentrado en el desarrollo social, para el que plantea 4 billones 384 mil millones de pesos, que representan casi 67% del gasto programable total, que es el que provee bienes y servicios a la población.
El incremento con respecto al presupuesto anterior es de 727 mil millones de pesos, que significa 12.8% del PIB.
La dispersión masiva de recursos, junto con la narrativa permanente de López Obrador, es un arma electoral muy poderosa.
No es algo nuevo, pero el Presidente la ha llevado a niveles superiores. En enero del año pasado se abrió de capa en la mañanera y definió sus programas sociales como una estrategia política, pues “ayudando a los pobres uno va a la segura, porque ya sabe que cuando se necesite defender, en este caso la transformación, se cuenta con el apoyo de ellos, no así con sectores de clase media, ni con los de arriba, ni con los medios, ni con la intelectualidad”.
El diseño de programas sociales para los pobres tampoco es inédito. Lo que sí cambió es que desde los albores del sexenio modificó la forma de entrega de recursos, donde no se hablaba que los daba el gobierno, sino lo personalizaban en López Obrador.
Adicionalmente los eliminó como recursos preetiquetados para un programa en particular, toleró que utilizaran el dinero para lo que quisieran, educación o cervezas, salud o compra de bienes materiales. Con esta táctica, los programas sociales quedaron estampados con la cara del Presidente, y el agradecimiento no ha sido para el gobierno, sino para López Obrador, como si fuera una dádiva de él, y no financiados con impuestos.
Las trampas de López Obrador son parte del juego político, como lo fue mentir que Gálvez había votado contra los programas sociales, y en fechas recientes insistir falsamente que el PAN y el PRI, los principales partidos de la coalición opositora, los rechazan y, por tanto, son enemigos de los pobres.
La narrativa, ante los embates del Presidente para sepultar a la oposición, obligó a Gálvez a defenderse y defender los programas sociales, mientras Sheinbaum sólo ha tenido que repetir los dichos de su jefe político.
Una vez más, López Obrador ha tenido éxito. El 15% de los encuestados por EL FINANCIERO dijo que lo que más recuerda de las propuestas de las candidatas es el apoyo a mujeres, pobres, jóvenes y adultos mayores, en el contexto de los programas sociales. Esta propuesta supera por tres puntos al tema de la seguridad, que aparece siempre como el principal problema en el país, y rebasa por 12 puntos al tercer tema que más recuerdan, el aumento salarial y la falta de agua.
López Obrador siguió aumentando este año el monto para algunos programas, como el de adultos mayores, al tiempo de adelantar sus entregas para que pudieran tener los beneficiarios el dinero en sus bolsillos antes de la elección del 2 de junio.
La oposición lo ha criticado desde hace meses y ha denunciado que está comprando el voto. Incluso Gálvez ha repetido que Morena está usando los programas sociales para coaccionar el voto.
No ha funcionado porque López Obrador logró separar la inducción del voto al enmarcarlo en programas sociales cuya legitimidad respalda su viejo mantra de “primero los pobres”.
Las encuestas no reflejan que el pueblo “sabio” y “altamente politizado” del que habla López Obrador se haya percatado de lo que ha hecho con millones. Y no lo sabremos hasta la elección presidencial.