Chihuahua, Chih.
¿Cómo es el infierno?: “como Ciudad Juárez, que es nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo desasosegado de nuestras frustraciones y de nuestra infame interpretación de la libertad y de nuestros deseos”. Roberto Bolaño, “Entre paréntesis”.
Imposible abordar con profundidad, en unos breves comentarios, la ambiciosa obra de Oswaldo Zavala, a quien agradezco incluir a un servidor entre los comentaristas de un aparentemente libro mediano, pero que, como el fenómeno que analiza, es de una profundidad que espanta.
Sostengo que ambicioso porque analizarlo desde la perspectiva que se lo planteó implica ser un puntilloso conocedor, además de estudioso, del fenómeno de todo tipo que significa en nuestra sociedad lo comúnmente conocido como el “narco”.
Es de una dimensión tal que la invasión a las actividades centrales de los mexicanos es total, y no solamente por la increíble saga de muerte y violencia, sino que en lo cultural abarca a generaciones enteras de mexicanos de prácticamente todas las capas sociales, a través del cultivo de los géneros musicales comúnmente atribuidos a los jefes, jefecitos, lugartenientes, sicarios, jefes policíacos y demás personal dedicado a actividades ligadas al tráfico de personas.
Pero no solamente en lo musical ha permeado, sino también un conjunto de aspectos culturales y de formas de vida, absolutamente impregnadas de lo que se considera la cultura “narca”, que han caído en un terreno extremadamente fértil, el de una sociedad empobrecida, en la que la movilidad social dejó de ser, hace tiempo, una posibilidad para la mayor parte de los integrantes de la mayoría de los sectores de la sociedad y que ahora se reduce a la ofrecida por el dinero procedente de las actividades criminales.
En este escenario, Oswaldo Zavala nos viene a plantear que, al igual que en otros aspectos de la vida de los mexicanos, la existencia de los grupos criminales no es del modo en el que por lo menos 4-5 generaciones de mexicanos crecimos.
Es una falacia sostiene, asentar que “el narco sobrepasa las estructuras del Estado y, amparado en el flujo transterritorial del capital, se impone con violencia por encima del desvencijado orden político estatal”.
Por el contrario, lo plantea como absolutamente inherente al Estado mexicano actual y se dedica a desentrañar críticamente el armazón de la literatura, el cine y la televisión en tema tan atractivo para todos estos géneros artísticos y/o culturales, y es ahí en donde, implacablemente, se lanza contra el discurso que, dice, “ha permeado en la sociedad durante décadas y que posiciona al crimen organizado como un enemigo que permanentemente desafía la dimensión soberana del Estado con la amenaza latente de construir un interregno postpolítico”.
Y arroja luces acerca del porqué de tal cosa: “El monopolio discursivo oficial sobre el narco es posible porque la historia del tráfico de drogas en México es derivativa de la historia de las prohibiciones de Estado. Dicho de otro modo, el prohibicionismo estatal es la condición de posibilidad de la existencia y desarrollo del crimen organizado, con mayor razón del lenguaje que utilizamos para describirlo”.
No sólo eso, aporta una explicación sobre la debacle de la violencia abatida sobre el país, luego de la caída del partido del régimen en el año 2000, debido a que, sostiene, “el Estado mexicano disciplinó y subordinó a las organizaciones criminales durante la segunda mitad del siglo XX, forzándolas a operar bajo el control del poder político del PRI hasta mediados de la década de 1990. Como un asunto de seguridad nacional y bajo el dominio político absoluto del Estado, soldados y agentes policiales concibieron un fluido y ordenado sistema de tráfico con un reducido índice de violencia”.
Todo lo cual fue sustituido a la llegada de Vicente Fox, con lo cual, “el Estado policial fue gradualmente desmantelado”. La ausencia de una política de seguridad nacional, sostiene, “permitió nuevas asociaciones criminales entre gobernadores, empresarios locales y traficantes en estados como Chihuahua, Michoacán, Nuevo León y Tamaulipas. Fue en ese contexto que la presidencia de Felipe Calderón apostó por una supuesta ‘guerra contra las drogas”.
Que, insiste a lo largo de la obra, se basa en la existencia de unos supuestos cárteles de la droga, cuya existencia, dice, no tiene más sustento que las versiones oficiales, “en un país en permanente estado de excepción que debemos someter a examen”.
Para lo cual llama a dejar de lado la “reiteración sin límites de las fantasiosas historias de ascenso y caída de los capos, de sus cárteles, de sus plazas. No comprender o no aceptar esta afirmación nos impide articular una crítica efectiva del poder oficial, cuya brutalidad criminal se esconde en la falsa narrativa de los cárteles y su supuesto reino sin fin”, pues, dice, por ejemplo, que “Del imperio del Chapo sólo quedan las crónicas periodísticas”.
Lo inquietante de las afirmaciones de Zavala es que encuentran un extraño sustento con lo sucedido alrededor de los más connotados jefes de los supuestos cárteles del narcotráfico en México.
Y más porque en cárceles chihuahuenses coincidieron, en un momento dado, los más renombrados jefes de los “cárteles”, el de Sinaloa y el de Juárez. Joaquín, El Chapo Guzmán, y Vicente Carrillo Fuentes. Cayeron en prisión y nada pasó.
De los imperios que se les achacaban no hay ni los recibos de la luz, ni se presentó la inevitable debacle de las estructuras en las cuales ejercían liderazgo indiscutible, al contrario, sucedió, ante su encarcelamiento, como si los respectivos cárteles funcionaran como la mejor de las empresas, en las cuales, ante la destitución de su CEO -Director General- de inmediato fueran sustituidos por otro funcionario, incluso con mayores y mejores capacidades que el defenestrado.
Durante meses, años, clamamos por la desarticulación de las, pensábamos, vastas estructuras financieras que jefaturaban ambos jefes. No hubo tal, no se presentaron fenómenos o acontecimientos mayores ante su caída, y en el caso de Guzmán, ante su ilegal extradición.
Y aquí es en donde Zavala ubica al gobierno de Peña Nieto quien “no ha hecho sino continuar con mayor efectividad la violenta restitución de la soberanía del poder oficial por encima del narcotráfico que desesperadamente intentó la presidencia de Felipe Calderón. No me refiero -dice- al verdadero combate a los supuestos cárteles de la droga, sino a la incorporación de grupos de traficantes a propósitos políticos específicos”.
Palabras más o menos, sirven para ubicar uno de los aspectos más inquietantes de la actual campaña electoral, en la que el asesinato de candidatos y dirigentes partidarios son la expresión “de una vasta economía clandestina esencial en el hemisferio con hondas implicaciones geopolíticas entre México y Estados Unidos primero, y en el resto de América Latina después. Entendida así, la estrategia del Estado es operar un entramado político trasnacional que devuelve al gobierno federal su capacidad de decisión ante un laberinto de intereses que se oculta tras el falso discurso de la seguridad nacional”.
Intereses entre los que se encuentran los de la explotación de recursos naturales en las regiones donde se concentra la mayor violencia atribuida a los “cárteles”, para efectuarla sin limitante alguna, como sucede en Tamaulipas, una de las entidades mayormente golpeadas por la violencia, y supuestamente bajo el control de los más sanguinarios “carteles” de la droga, pero en la que los proyectos de la explotación de hidrocarburos por el fracking están a la espera de la mejoría en los precios del petróleo.
Por eso, afirma el escritor, “Donde el gobierno denuncia una ‘guerra’ entre traficantes se está gestando un saqueo descomunal de las tierras ricas en energéticos. No hay guerra de ‘cárteles’, sostiene, haciéndose eco de periodistas como Ignacio Alvarado, “sino el asedio de empresas trasnacionales y la cooperación interesada de la clase política mexicana.
Por ello, sostiene Zavala, “la presidencia de Peña Nieto ha intentado utilizar el tema del narcotráfico como objeto redituable de una política internacional demarcada por y para los intereses particulares de la clase gobernante mexicana y la rapiña de los conglomerados trasnacionales”.
Y nos lanza, finalmente, como si fuera médico ante la presencia de una enfermedad terminal, que “aquello que llamamos ‘narco’ se localiza políticamente en el interior de estructuras de Estado y no en la exterioridad de la economía global ni en la agencia inmoral de los traficantes”.
¿Por qué, por ejemplo, sólo hasta que las policías detienen a algunos supuestos jefes, jefecillos o jefezotes de los criminales nos develan su existencia , además del inmenso expediente que tenían en su poder y que no daban a conocer, sino hasta la detención, porque ya lo tenían perfectamente ubicado y en la mayoría de los casos, tales detenciones se dan de manera totalmente accidental?
Por ello hago mías algunas de sus reflexiones finales:
“Frente a nuestro desconcierto y horror ante la violencia, el discurso oficial sabe acostumbrarnos a la línea central de su trama. Lo que comienza como meras declaraciones de algunos funcionarios se convierte pronto, como ha ocurrido en las últimas dos décadas, en todo un campo de producción cultural: las novelas, la música, el cine, el arte conceptual, el periodismo narrativo y la mayoría del trabajo académico que estudia y significa el fenómeno del narco aceptan las ‘guerras de cárteles’ como algo real.
Mientras la militarización de nuestras ciudades avanza destruyendo familias y comunidades enteras, apropiándose de nuestros más importantes yacimientos de recursos naturales, nuestra clase intelectual se entretiene imaginando interminables guerras entre narcotraficantes que el sistema político ha inventado astutamente para eludir todo examen crítico…”.
De ahí la pertinencia de la pregunta que muchos nos hacemos ¿Porqué en Estados Unidos no se sabe de la existencia de los cárteles?
Po’s porque allá no los inventan…
Muchas gracias.