Chihuahua, Chih.
Nunca un presidente de México había tenido tanta fuerza política, por sí mismo, como el presidente López Obrador.
Los presidentes del régimen anterior lo poseyeron, pero por la fuerza misma del sistema; no provenía, ni de su personalidad, ni de su arraigo en la sociedad, -o por la influencia que tuviesen en el aparato de gobierno- aunque, por supuesto, alguno escapaba parcialmente a esto, por algún factor ajeno a él.
Así, Miguel Alemán llegó a la presidencia como fruto de la derechización y el enriquecimiento de la cúpula gobernante, y de la fuerza que aún ejercía el carrancismo en el gobierno, del cual había sido parte importante su padre del mismo nombre. Adolfo Ruiz Cortines abrevó de esos mismos privilegios.
Ninguno de los dos había sido protagonista individual importante en los años anteriores a su ungimiento.
Adolfo López Mateos fue candidato -y presidente-porque nadie lo esperaba. Frente a la fiera disputa desencadenada entre varios integrantes del gabinete presidencial y porque, ante los ojos del presidente Ruiz Cortines, su papel desarticulador y represor de los poderosos movimientos ferrocarrileros, magisteriales y sindicales lo habían convertido en un hombre “de confianza” para la continuidad del régimen.
Sería un hombre de ambivalencias y contradicciones; enfermo al final del mandato, optó por entregarle el poder a su amigo y compañero de toda la vida: Gustavo Díaz Ordaz. Y éste a quien le pareció el más confiable, merced a su salvaje manera de enfrentar los conflictos guerrilleros y los movimientos populares y campesinos, Luis Echeverría, quien había sido el leal y oscuro funcionario de la Secretaría de Gobernación desde los años del ruizcortinismo.
Echeverría le entregó la presidencia a su mejor amigo, José López Portillo, y éste, a su vez, a quien consideraba su hermano menor, Miguel del Madrid.
Por su parte, el gris de la Madrid le heredó la presidencia a su brillante discípulo, Carlos Salinas de la Madrid.
Ejemplo prototípico de que los presidentes del viejo régimen llegaban al poder sólo por la decisión de los presidentes, es el de Ernesto Zedillo. Arribó a la presidencia debido a que, como hasta la actualidad, en Palacio Nacional se piensa que los presidentes de México, ni se enferman, ni se mueren en el encargo.
Colosio aceptó que Zedillo fuera su coordinador de campaña -cosa en la que fue insistente el muy poderoso asesor de Salinas, José Córdoba Montoya- porque ideó que su campaña estuviera lejos de la dupla Zedillo-Córdoba. Nunca pensó que podía morir en la campaña.
Y Salinas decidió por quien le otorgaba más confianza: El más que gris Ernesto Zedillo.
¿Por qué podían hacer tales cosas los presidentes?
Por varias razones, pero dos muy importantes: Porque el régimen, como tal, tenía un inmenso poder y funcionaba casi como los antiguos relojes suizos, a la perfección, y porque gobernaban en favor de los más poderosos empresarios del país.
¡Ah, y además, porque dentro de los límites, mantenían bajo control el país y a las minoritarias fuerzas de oposición, y porque el régimen aún podía mantener elevados índices de crecimiento que les facilitaron mantener las prebendas populistas, amén de la concreción de innegables avances sociales!
Todo eso se rompió con el hartazgo.
La elección del 2000 fue una especie de referéndum acerca de la continuidad del régimen priista o no. Derrotado el priismo, en el 2006 la elección referendista fue acerca de a quien preferían los mexicanos en el poder, a la derecha o a la izquierda. De manera tramposa ascendió a la presidencia Felipe Calderón.
Peña Nieto no se escapa a la inicial definición. Arribó a Palacio Nacional gracias a los errores del panismo, que no intentaron desmantelar al viejo régimen, y a que los poderes fácticos y los más poderosos medios de comunicación lo construyeron como candidato. Hasta una esposa “ideal” le consiguieron.
El desastre fue total, para el país, y para el priismo. Peña Nieto jefaturó a la mayoría de los gobernadores, y en menor proporción a la oposición, en el robo al país.
La consecuencia fue lógica. El hartazgo llevó a que más de 10 millones de ciudadanos que no votaban por la izquierda ahora lo hicieran por el candidato que galvanizó el hartazgo y la esperanza de la mayoría de los mexicanos. Se sumaran a los más de 16 millones que ya votaban por la izquierda (o que habían votado previamente por López Obrador, Morena o sus antecedentes partidistas).
En el México moderno ningún político había acumulado tanta simpatía, lo que significa, además, una inmensa fuerza política.
El problema es que es el poder de una sola persona. López Obrador lo sabe, y lo ejerce consecuentemente.
Y no siempre el hecho de gobernar casi unipersonalmente, sin la participación y la corresponsabilidad colectiva, generan buenas prácticas de gobierno y entonces el riesgo de que se magnifiquen -o se minusvalúen- los hechos, los fenómenos y los procesos crece exponencialmente.
Un ejemplo de ello, de manera central, es el actual proceso electoral.
López Obrador sabe que su proyecto político está en el aire, que mantener la mayoría en la Cámara de Diputados es esencial, no sólo para la aprobación de los presupuestos federales de los tres próximos años, sino para la muy importante elección presidencial del 2024.
Morena y López Obrador saben que tener mayoría en la Cámara, y en las gubernaturas en disputa en 2021 y 2022, es casi garantizar la presidencia de la república de aquel año.
Por esa razón -creyéndolo realmente o no en su fuero interno- todos los conflictos sociales los ubica en el marco político electoral y las protestas, críticas o disidencias se los achaca a “los conservadores”, (cualquier cosa que esto signifique en el lenguaje presidencial) pues a la cúpula bancaria fue y les prometió que no habría cambios, lo que en buen castellano significa que México seguirá siendo el paraíso de la banca asentada en el país, cuyas integrantes son, sin duda, los mejores exponentes del neoliberalismo.
Precisamente por eso reaccionó con tanta enjundia ante las protestas feministas de la jornada del 8 de marzo y se lanzó con especial énfasis al minúsculo grupo que enfrentó a las fuerzas policíacas frente a Palacio Nacional, que escenificó las más llamativas escenas de ese día, sin que se valoraran las masivas concentraciones celebradas en algunas decenas de ciudades en todo el país y que representaron, de muy pálida manera, la profunda y extendida desgracia abatida sobre las mujeres en el país y las infinitas reacciones generadas a lo largo y ancho del país.
Todo el énfasis se le otorgó a los enfrentamientos presentados frente a Palacio Nacional. Prácticamente toda la prensa actuó de ese modo, pero también el presidente y la Jefa de Gobierno de la Cd. de México, Claudia Sheinbaum.
Tal énfasis ocultó lo principal: El peso, enraizamiento, extensión e indignación del movimiento feminista, no solo en el país, y frente al cual el presidente López Obrador ha actuado, no sólo torpemente, sino enfrentándose a él, equivocándose en la conceptualización de la magnitud del feminismo, al que llegó al extremo de calificar de ser manipulado, en lo que constituye el peor calificativo que gobernante alguno le puede achacar a los movimientos sociales.
El presidente López Obrador comete el error de verlo todo bajo la óptica electoral, además, por supuesto, de no asimilar lo que hoy sucede en la sociedad que dirige. Habrá perdido la oportunidad de señalar el rumbo de la denominada 4T en favor de las causas del feminismo, justamente cuando podría convertirse, por la fuerza política que posee, en uno de los factores cambiantes de la situación de las mujeres en México.
Preso, también, de sus propias obsesiones, insiste, una y otra vez, en aclarar que él no es feminista, que es humanista, y con ello puso una distancia que parece insalvable con el poderoso movimiento feminista, que va más allá de las siglas y agrupaciones y que se inscribe como el más poderoso movimiento transformador del país, a pesar de la 4T, Morena y López Obrador.
No, el feminismo no es en contra de López Obrador, pero sus posturas lo pueden llevar a convertirse en el presidente que sí puede ser el opositor a tan vasto movimiento.
El problema es que de su proceder se derivan, al igual que en el del manejo de la pandemia, miles de mujeres muertas.
¡Qué lástima!
Mientras, en el colmo de la frivolidad y la soberbia, López Gatell, el zar “anticovid” pasea por las calles de México, infectado y sin cubrebocas y Félix Salgado se convierte en el candidato del partido del gobierno “transformador”.
¿Para esto protagonizaron tantas luchas y sacrificios las decenas de miles de mexicanos de la izquierda mexicana?
Habrá que reiniciar el camino.
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