Chihuahua, Chih.
Imposible abordar el presente tema sin que las pasiones se desborden, exacerbadas, no sólo por el ambiente electoral, sino por la pandemia misma, la que ha generado, sin duda, un permanente estado de neurosis en una buena proporción de la población.
No sólo es el protagonismo del actual presidente, sino también que asistimos a un por demás negativo reforzamiento del presidencialismo.
A ello ha contribuido seriamente el presidente López Obrador, quien, afortunadamente, apareció la tarde del viernes, aún con signos de la enfermedad viral que padece.
Por ello, la enfermedad del tabasqueño se ha convertido en una especie de escaparate del “modo personal de gobernar”, de manera general, y particularmente en lo que se refiere al modo de enfrentar la pandemia, estudiado y presentado brillante y puntualmente por la Dra. Laurie Ann Ximénez Fyvie, jefa del Laboratorio de Genética Molecular de la Facultad de Odontología de la UNAM, en un libro (Un daño irreparable: La criminal gestión de la pandemia en México) cuya reciente publicación es una tremenda coincidencia.
México ha rebasado las 150 mil muertes -en cifras de la Secretaría de Salud- pero ahora ya sabemos que las reales, correspondientes al período enero-agosto del 2020, presentadas por el INEGI, son, por lo menos, un 45% más que aquellas, pues esta dependencia contabiliza las reportadas en los certificados de defunción, y que cruza sus datos con los de las oficinas del Registro Civil de todo el país. También son cifras oficiales.
Hay otra cifra oficial por demás espeluznante.
La de que 6 de cada 10 muertes por Covid no ocurrieron en hospital.
Aún sin tomar en cuenta las cifras del Inegi, nos hemos convertido en el tercer país con el mayor número de muertos por el COVID19 y todo apunta a que el problema se agudice.
La Secretaria de Salud informó el viernes que un total de 17 entidades se encontraban en semáforo naranja y 13 al rojo, en un severo agravamiento de la pandemia.
Pero justamente cuando lo peor de la pandemia se abatía sobre el país, convirtió en su víctima también al presidente de la república y lo hizo precisamente por la causa -una de las determinantes- que nos ha llevado a la actual situación. La de la violación de las normas sanitarias para prevenir los contagios:
El presidente no guardó la sana distancia; no usa cubrebocas, no se quedó en su casa y cuando ya tenía síntomas (el sábado 23 de enero) no se inmovilizó. Peor, para abordar el avión que lo llevó a la Cd de México no pasó por los controles obligatorios. Ya tenía febrícula. De haberlo detectado no lo hubiesen dejado abordar.
Cunden las fotografías de los innumerables actos en los que AMLO no portaba el cubrebocas y que un sinfín de quienes lo acompañaban en los presidiums tampoco, en lo que ha sido uno de los más deleznables rasgos del servilismo de la clase política: No se vaya a ofender al presidente si me lo pongo, ya que él no lo usa.
Las imágenes del presidente en sus actos, sin cubrebocas, se correlacionaban con las de la gente en las calles de la capital mexicana y en el transporte público, de todo tipo, así como las numerosas noticias de la celebración de reuniones familiares, fiestas, celebraciones religiosas, peregrinaciones, eventos masivos de todo tipo, etc.
Frente a ello, el manejo de la información sobre el estado de salud y su evolución mostró las graves carencias y defectos del equipo gubernamental en esa materia.
En un primer momento adoptaron la postura de que el estado de salud del presidente era un asunto privado, en lugar de asumirlo como lo hacen la mayoría de las democracias desarrolladas, con transparencia y con un manejo técnico de los responsables del tratamiento del presidente, para evitar que acontezca lo que hemos presenciado a lo largo de casi toda la semana, en la que Olga Sánchez Cordero y Hugo López Gatell creyeron como asunto prioritario “darnos” confianza de que el presidente se recuperaba, en lugar de proporcionar los datos médicos del estado de salud, de sus cifras de presión arterial (pues es conocimiento extendido el de que padece hipertensión), de la falta de datos que permitiesen saber que no tenía un fallo cardíaco (en virtud de sus infartos previos), del tratamiento proporcionado, del nombre de los tratantes y, cosa muy importante, del pronóstico médico.
En cambio, las huecas frases de la secretaria de Gobernación, del subsecretario de salud y del vocero presidencial, Jesús Ramírez Cuevas, por su falta de información, produjeron el efecto contrario y dieron pie a que los rumores y especulaciones se convirtieran en materia corriente, a grado tal que obligaron al presidente a salir a dar un mensaje tranquilizador al país.
Y eso sin tomar en cuenta el hecho de que Sánchez Cordero afirmara en una mañanera que no tenía síntomas, para que en la tarde, López Gatell afirmara que tenía “febrícula” y “un poco de dolor de cabeza”.
Las peores, las de López Gatell: “Presidente está prácticamente asintomático. Además está sumamente activo”.
Todo lo anterior es de suma importancia, pero lo central es el manejo sumamente equivocado de la pandemia.
En lugar de tratar de impedir el contagio, con la aplicación de serias medidas restrictivas a la movilidad de las personas, la aplicación milenaria de pruebas, con el consiguiente rastreo y vigilancia de los contactos de cada uno de los contagiados, así como en la puesta en vigor de diversos programas de entrega de dinero a asalariados, patrones, microempresarios; y de otros programas de apoyo a empresarios pequeños y medianos, cuyas empresas son las que poseen el mayor número de empleos y que ante la pandemia fueron las principales víctimas pues al perder empleos y salarios se quedaron desprotegidos, proporcionalmente, de peor manera que una parte importante de los sectores más pobres, debido a que los programas del bienestar social del gobierno federal paliaron los efectos de la pandemia en ellos.
Pero otro sector de los pobres, ubicados en los centros urbanos, dedicados, por fuerza, a la economía informal se convirtieron en el principal insumo de la pandemia, en las urbes mayores, principalmente el Valle de México y las ciudades del centro del país.
Tales características, sumadas a las fiestas decembrinas, fechas de las máximas ventas en la región son las que generaron la gravísima crisis sanitaria de hoy.
La estrategia fue la equivocada.
Los ejemplos en el mundo lo muestran palmariamente.
En tanto Suecia no impuso restricciones en una primera etapa, lo que llevó a sufrir, en una población de poco más de 10 millones, 9 mil 400 decesos, mientras que “Dinamarca, que sí impuso un drástico bloqueo y confinamiento a sus ciudadanos, tiene mil 571 muertes”. (Laurie Ann Ximénez Fyvie, Un daño irreparable: La criminal gestión de la pandemia en México pp 55).
Y no es un problema de tener libertad, como tanto ha repetido el presidente, ni tampoco del hecho de que las medidas restrictivas las apliquen gobiernos autoritarios o democráticos.
Hay dos ejemplos que echan por tierra cualquier argumento en ese sentido: Vietnam y Nueva Zelanda.
El primero, un país pobre con un gobierno que ejerce un rígido control y la segunda, con una democracia desarrollada y con uno de los estándares más elevados del mundo. Ambos decretaron muy temprano en la epidemia decisiones más agresivas, confinaron a toda la población durante un mes y el cierre total de las fronteras.
Nueva Zelanda buscó aniquilar la curva, no solo aplanarla. Claro, quienes lo intentaron cuentan con un PIB per cápita 4 veces superior al de México, con una economía informal prácticamente inexistente.
El caso contrario es Vietnam, “un país mucho más pobre que México, densamente poblado (95 millones de habitantes)”, que fue uno de los primeros países en prohibir los vuelos desde y hacia China y, cuando en febrero del 2020 apenas tenía 10 positivos confirmados, confinó a todos los pueblos cercanos a Hanoi, la capital.
“Luego de que la OMS declarara, por fin, la pandemia, el gobierno fijó una cuarentena obligatoria para todo aquel que ingresara a ese territorio, previa entrega de detalles sobre sus contactos y viajes… restringieron la migración interna, implementaron el aislamiento obligatorio de los casos positivos y llegaron a hacer 40 mil pruebas por cada caso nuevo confirmado”, además de hacer un puntilloso seguimiento de los contactos. (Ibídem, pp37).
Los resultados están a la vista: “En enero de 2020, con apenas dos casos de COVID-19, el gobierno selló las fronteras. Al 28 de diciembre, tienen 35 muertos y mil 451 casos”. Si las pruebas diagnósticas no van de la mano del rastreo de contactos y el aislamiento de casos positivos, de poco sirven.
Sin más palabras.
México pudo aplicar, en los primeros meses de la pandemia, “lo aprendido por otros países que ya llevaban dos meses enfrentando el virus, clausura de fronteras, tamizajes para todo aquel que entrara al país en cuestión, pruebas de detección masivas, aislamiento de infectados, rastreo de contactos, uso obligatorio del cubrebocas y protocolos de atención hospitalaria temprana”. (Ibídem, pp69).
Nada de eso se hizo.
En lugar de ello, en su regreso el presidente dijo que seguirán la misma estrategia.
Si así lo hacen, terminaremos febrero con cerca de los 400 mil muertos oficiales.
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