Chihuahua, Chih.
El baile habla mejor que nadie. Es el discurso más eficaz en la seducción. Nadie que sepa bailar será un solitario. El baile es un plus… La química aquí comienza: ¿estudias o trabajas?, ¿quién eres?, ¿cómo pude estar todos estos años sin ti?
Y chocan las copas, los invaden las feromonas perfumosas, respiran la música, son espejos de sus risas, nadie existe en el mundo más que nosotros, se dicen sin palabras… y poco a poco siente que va cediendo, ya no le pone el freno, los cuerpos se juntan levemente y se despegan, una y otra vez, con naturalidad como si fuese una exigencia de la música y la coreografía del baile “mueve tus caderas cuando todo vaya mal”, aconseja Sabina, pero en esos roces ella ya tuvo la oportunidad de confirmar un dato que le interesaba: medir el calibre y la consistencia.
Quiere saber si lo que sazona ya se está poniendo en su punto, y sí, dice con su sonrisa amplia, con ese paquete podrá entretenerse esta noche o toda la vida…
Gustaba visitar antros populosos para mirar a las yeguas que aquí relinchaban. Ahí aprendió a interpretar y a bailar los ritmos populares como las rancheras, la banda, el country, o las cumbias.
Las rancheras eran monótonas y desdichadas; y las bandas, airientas y de una cursilería miserable; las cumbias eran alegres y de letras pícaras extraordinariamente ñoñas, afirmaba cuando no las entendía. Pero paulatinamente fue entendiendo esto: Tanto la banda como las rancheras, son norteñas, y por tanto dependen mucho del ritmo de los caballos, y de las oleadas del mar y el viento que de pronto se vienen en el campo o en la playa.
El caballo, al caminar o al trotar, sube de una en una las patas delanteras y las vuelve a bajar. El jinete que va sobre él, cuando monta, se ladea de un lado a otro y cuando galopa eleva y baja el cuerpo.
Eso mismo se hace en el baile. Bailas como si fueras montando, de arriba abajo, o como si fueras el caballo. En el country, el caballo que montas o que eres, se exhibe elegante y educado como los caballos de Antonio Aguilar o los de los rejoreneadores.
El toro quiere arrimarle los pitones y la yegua se evade con elegancia y gracia insuperables. La cumbia, en cambio, posee movimientos oscilatorios. En el sur, todo es más suave: las culebras del agua, ondulándose, los follajes de los árboles, los changos en sus lianas, los enormes traseros balanceándose como los barcos cuando están atados en los muelles. Imagínate que ese bailecito lo ejecutarán en ti cuando te montan…
Pero existen otros ritmos. Él prefería a las mujeres que gozan el baile y pueden trascender esos ritmos y aventurarse en otros más finos y delicados .
Esos ritmos que te transportan o que te embriagan, que te sueltan de ti mismo y te hacen ir por atmósferas oceánicas, etéreas... Él aprendió a gozar esa música, pero en los momentos en que el corazón se le retorcía y por alguna razón se masoqueaba, elegía para sí mismo otra esa música arrastradita del desierto tan cercana a su espíritu que escuchaba cuando los vientos sirocos de agosto elevaba las arenas como si fueran las almas más nuevas y que todavía se mantenían en desasosiego.
Esa arena apenas sobrevolaba a la altura de un cuerpo recostado; le gustaba sentirla como si ese cuerpo, el suyo, estuviera en un salón de opio. Con la música del desierto había aprendido a irse despegando, como quien pierde el miedo a comenzar el sosegado ciclo del polvo.
Esa música rodaba por los pasadizos de su ser, por esos pliegues que se mantenían en secreto aún para sí mismo. No importaba.
Había en ese aire y esas almas que levantaba, un quejido, un lamento, un largo ay entre el tralalá nostálgico que nace en la garganta y ahí se demora y reverbera. No pretendía elevarse sino mantenerse un poco, ahí, en esa cuerda del aire sin asombros ni reproches.
Era un lamento apacible que no expresaba gozo por el desprendimiento, pero tampoco angustia por el mundo desconocido. Y no lo sentía porque intuía que ese periodo resultaba ser el más apacible de la rueda de las reencarnaciones. Esa música le gustaba incluso para morirse.
Pero escuchando a Yo-Yo Ma, sintió que algo muy profundo se estaba removiendo por dentro con el ritmo lento y poderoso de un chelo melancólico. Sabía que un nombre le llenaba el corazón y lo hacía moverse como al mar mareado en noches de luna llena, sin embargo, temía pronunciarlo. Amor, dijo y la palabra apenas emergió de entre sus labios.
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Imagen: Pintura del autor «Seres azar y azoro»