Chihuahua., Chih
Si las personas desaparecidas comprometieran su sufragio con quien se empeñase en buscarlas, quizá, el gobierno y el conjunto de partidos harían un mayor esfuerzo por localizarlas.
La realidad, sin embargo, no es esa. Los más de 90 mil desaparecidos no eligen, pero desde la ausencia y el silencio emiten un voto de censura a la falta de un Estado de derecho, el pobre interés del conjunto de los actores políticos por ellos y la indiferencia de un vasto sector de la sociedad que los ve esfumarse como un desconocido por el cual no vale la pena preocuparse ni ocuparse, así sea un semejante. Un voto de censura al olvido con que el país pareciera condenarlos.
El reconocible valor y compromiso del subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas, y de la comisionada para la búsqueda de personas desaparecidas, Karla Quintana, por atender ese drama es insuficiente para desvanecer la pesadilla. Horror que, de reiterado, ha adquirido carta de naturalización, al punto de anular la capacidad de asombro ante la infamia y la crueldad supuestas en el acto de desaparecer a una persona.
En estos días, la gran interrogante es qué cuentas van a rendir el Estado, el gobierno, la clase política y la sociedad cuando, la próxima semana, estén aquí los integrantes del Comité contra la Desaparición Forzada de Naciones Unidas y pregunten por tantas personas sin paradero conocido; los campos de exterminio montados por el crimen, ahí, donde impera; y la continuación de las desapariciones atribuibles a la violencia criminal y oficial.
De seguro, a guisa de respuesta, la delegación de Naciones Unidas escuchará la narrativa oficial harto conocida aquí.
El presidente y el gabinete del sector madrugan a diario para comentar sin resolver la inseguridad pública. Se atiende la raíz social del problema con programas asistenciales a fin de abatir la violencia y dejar de nutrir al ejército del crimen, aunque la una y el otro crezcan y el efecto pretendido no se avizore. Se recibe en Palacio a familiares de 43 desaparecidos, aunque sean decenas de miles los ausentes. Disminuyen las masacres cometidas por fuerzas oficiales, aunque aumentan las del crimen. Se intenta incorporar a la Guardia Nacional al Ejército para que no se “pudra” como las demás policías. Se reconocen las fosas clandestinas, aunque el país semeje un cementerio sin permisos.
Se presumirá que el Estado ya no viola tanto los derechos humanos, aunque ya no garantiza a los humanos sus derechos.
Quizá, por pudor, se evitará mencionar el eslogan de “abrazos, no balazos” como la gran estrategia; referir que el número de homicidios se ha estabilizado en su punto más alto y el de los desaparecidos continúa en ascenso; y precisar que en materia de seguridad se privilegia a los estados con gobierno afín al federal y gobernador leal al presidente. Asimismo, por solidaridad o complicidad, los partidos en conjunto negarán haber hecho de la estadística de muertos y desaparecidos un tablero para determinar de qué gobierno es el trofeo de la indolencia.
En esa lógica, se dirá que por fin la guerra contra el crimen ha concluido, aunque se omitirá precisar que, en realidad, se perdió, abandonó o rindió la plaza por confundir el uso legítimo de la fuerza del Estado con la represión arbitraria.
La postura de la sociedad ante los desaparecidos será muy difícil de esclarecer.
Tras años de verla campear y sufrir, una vasta proporción de la sociedad ha asumido la subcultura de la violencia y el crimen como el hábitat natural donde se desenvuelve y, en esa condición y hasta no ser víctima, no le conmueve la sangría nacional ni la desaparición de personas y, por lo mismo, no activa el repudio ni la rebeldía. En contraste, algunos colectivos sociales no se han dejado capturar por la impasibilidad y mantienen enhiesta la bandera de “no más sangre” y la búsqueda de la paz con seguridad. Sin embargo, otros colectivos han pervertido la causa convirtiéndola en un modus vivendi y, ante la incorreción política de exhibirlos, el sigilo los cobija.
No menos fácil será aclarar por qué los familiares y amigos de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa no han correspondido la solidaridad recibida, acompañando a su vez a los familiares de los otros miles de desaparecidos. Su motivo social lo han convertido en argumento particular.
Rendir cuentas de eso no será sencillo, pero más difícil será justificar por qué, ante los campos de exterminio instalados por el crimen, no ha habido una reacción contundente.
Doce años atrás ese horror se hizo público y abrió la sospecha. Como una anécdota siniestra se llegó a saber de Santiago Meza López, “El Pozolero”, que en distintas colonias de Tijuana “cocinó” en ácido, tal es la jerga, a alrededor de trescientas personas. Pero este año, se supo de dos campos de exterminio. La Bartolina en Matamoros, Tamaulipas, a un paso de Estados Unidos, donde desde 2017 el crimen acababa con sus víctimas y sitio donde se encontraron media tonelada de restos óseos. El otro, a 26 kilómetros de Nuevo Laredo, en la carretera a Monterrey, donde desde hace tiempo se sabe de la desaparición de personas.
El solo concepto de “campo de exterminio” eriza la piel. No aparece en el diccionario del terror, pero se aplicó a las fábricas de muerte construidas por el régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial. La muerte como industria que borra la evidencia, asfixia la esperanza y, en el caso mexicano, opera con una brutalidad superior a la hasta ahora conocida.
¿Qué decir al relator de Naciones Unidas sobre los desaparecidos y los muertos que, desde hace años, entristecen y enlutan al país?