Chihuahua, Chih.
La verdad y la mentira
“Aquel martes 4 de octubre del 2016, al rendir protesta, Corral se comprometió a encabezar una administración que garantizara la libertad y los derechos fundamentales de los habitantes de Chihuahua, además de que eliminaría “los actos de corrupción del gobierno estatal para cambiar un sistema que ha privilegiado a la minoría y ha olvidado a los más débiles”.
TRANSCURRIO EL QUINQUENIO Y…
Nada paso…
AHORA UN CUENTO SOBRE LA REALIDAD Y LA MENTIRA
“Cuentan que una vez, cuando los animales aún hablaban y el sol madrugaba más que ahora, se encontraron en medio de un camino la Verdad y la Mentira, que viajaban por el mundo captando adeptos para sus respectivas causas.
Entablaron una animada discusión sobre si era más conveniente ser sincero o mentiroso y al no ponerse de acuerdo, decidieron seguir juntas su periplo para comprobar cuál de las dos tenía razón.
Antes de emprender la marcha, pactaron que un día una y otro día la otra, se responsabilizarían de buscar alojamiento y sustento y de hablar con la gente que les saliera al paso y que cuando no fuera su turno no intervendrían, escucharan lo que escucharan.
Ya sospecharéis que la Verdad era muy sincera; siempre decía lo que pensaba y nunca jamás mentía. En cambio, la Mentira era justo todo lo contrario, no era en absoluto sincera, mentía y lisonjeaba para obtener provecho de sus aranas o bien para congraciarse con los demás, diciéndoles todo aquello que deseaban escuchar.
Al finalizar la primera jornada de viaje juntas, llegaron a una posada y la Verdad pidió alojamiento. Aclaró que estaban de paso y que solo se quedarían aquella noche. «Poco negocio haré con este par», pensó para sí el posadero. Y se dispuso a darles la peor habitación de todas, afirmando que era la única que le quedaba, a pesar de que en la posada no se alojaban otros viajeros.
La Mentira callaba, según lo acordado, mientras la Verdad, al ver aquella estancia cochambrosa, le fue indicando al posadero todo lo que estaba mal, roto o sucio. El posadero se quedó tan boquiabierto al escuchar tantas verdades juntas, que no acertó a replicar.
La Verdad y la Mentira se encerraron en su habitación y, desde allí, oyeron cómo el dueño de la venta preparaba la cena y, después, se sentaba a comer.
Esperaron en vano a que el hombre las avisara para tomar un bocado, hasta que la Verdad decidió salir y recriminarle al posadero su falta de hospitalidad. El posadero la escuchó ofendido y replicó que no servía cenas a quien lo criticaba, así que las dos viajeras no tuvieron más remedio que irse a dormir muertas de hambre.
Al día siguiente, al reemprender su viaje, la Mentira le dijo a la Verdad:
—Compañera, hoy me toca a mí. Te ruego que, oigas lo que oigas, no hables.
Atardecía cuando llegaron a la siguiente población y decidieron pasar allí la noche. La Mentira se dirigió sin tardanza a casa del alcalde para saludarlo y presentarse:
—Sepa usted, señor alcalde, que viajo de incógnito, con la única compañía de mi ayudante. Soy alguien muy importante, mi poder no tiene límites. Puedo conseguir todo aquello que me proponga. Incluso cosas que nadie creería.
Acto seguido, le pidió al alcalde que convocara a todos los habitantes para poder contar cuáles eran esas habilidades extraordinarias.
Cuando el pueblo al completo estuvo reunido en la plaza mayor, la Mentira pronunció su discurso. Contó que estaba de paso y que, únicamente, podía quedarse aquella noche, ya que gentes de otros pueblos reclamaban su presencia. Afirmó que estaban en presencia de alguien tan poderoso, que incluso podía resucitar a los muertos. No obstante, añadió, como era muy tarde y estaba cansada del largo viaje, se marchaba a descansar. Sin embargo, al día siguiente, a mediodía, y para demostrar lo que afirmaba, resucitaría a todos los difuntos que hubieran fallecido el último año.
Dicho esto, la gente se dispersó y la Mentira y su compañera de viaje se acomodaron en la suntuosa casa en la que eran alojadas las personas distinguidas que visitaban el pueblo.
No habían pasado ni cinco minutos, cuando el alcalde se presentó para advertir a la Mentira de que cuando resucitara a los muertos, ni se le ocurriera resucitar a su predecesor, puesto que él hacía solo una semana que había tomado posesión de su nuevo cargo. El motivo estaba claro: si resucitaba al anterior alcalde, perdería su puesto. La Mentira escuchó, pero no dijo ni que sí, ni que no.
Al cabo de un minuto de haberse marchado el alcalde, se presentó ante la Mentira una mujer, que contó que había perdido a su marido hacía once meses. El marido, que en vida había sido el mayor tacaño del que se tenga noticia, le había dejado en herencia una inmensa fortuna, de la que ahora disfrutaba y a la que tendría que renunciar si él regresaba. De nuevo, la Mentira escuchó, pero no dijo ni que sí, ni que no.
Tras la mujer, se presentaron otras personas con la misma súplica: que resucitara a cualquier difunto, menos al suyo. Aunque los motivos eran diversos, el más frecuente era el de las herencias. Dinero, objetos o propiedades que se verían obligados a devolver a sus legítimos dueños en caso de que volvieran a la vida. A todos escuchó la Mentira, pero a nadie le dijo ni que sí, ni que no.
Había ya oscurecido y se acercaba la hora de cenar, pero como cada uno de los que había visitado a la Mentira para pedirle que dejara a su muerto muerto y bien muerto la había intentado sobornar con una gran bandeja repleta de las más exquisitas y delicadas viandas, el problema fue elegir qué comer.
Mientras daban cuenta de aquellos manjares, la Verdad le dijo a la Mentira:
—Te has pasado con tus embustes. ¿Cómo has sido capaz de prometer devolver la vida a un muerto? Todo el mundo sabe que eso es imposible. Y más increíble aún, es que la gente te haya creído.
—Sí, hay cosas que todo el mundo sabe que son imposibles pero que, sin embargo, desean creer. Gracias a eso, hoy nos iremos a comer con la barriga bien llena y dormiremos en una cama mullida.
A mediodía, la plaza mayor estaba abarrotada, llena de curiosos que esperaban el milagro anunciado por la Mentira. Esta empezó su discurso:
—Buenos días, sin que nadie se ofenda por ello, creo que es mi deber empezar por resucitar a la persona más importante de este pueblo. Es decir, al antiguo alcalde.
El nuevo alcalde se apresuró a responder:
—Mi predecesor dirigió nuestros destinos durante más de sesenta años. Se dedicó en cuerpo y alma al servicio de la comunidad y todos lo apreciamos por ello. Justo es que ahora lo dejemos tranquilo, ya hizo suficiente. Creo que será mejor empezar con otro.
—Ya habéis oído lo que dice el señor alcalde —dijo la Mentira—. La palabra de un alcalde es ley. Por lo tanto, empezaré con otro difunto.
Se dirigió entonces a la mujer que había perdido a su marido hacia casi un año. Sin embargo, ella también rechazó la oferta diciendo que su marido se había pasado la vida trabajando duramente y que él mismo había afirmado en los últimos tiempos que estaba ya cansado.
Acató la Mentira el deseo de la mujer y pasó a otra persona, y luego a otra y a otra, y a otra más, siguiendo el orden de las visitas recibidas la noche anterior. Todos ponían alguna excusa para que no se obrara el milagro en sus difuntos.
Finalmente, dijo:
—Ya lo veis, soy capaz de resucitar a los muertos, pero preferís que no lo haga, así que acataré vuestros deseos y los dejaré descansar en paz.
La gente empezó a dispersarse en dirección a sus casas y cuando la plaza quedó desierta, las dos viajeras se dirigieron a su alojamiento para recoger sus pertenencias antes de marcharse. Al abrir la puerta, casi ni pudieron entrar, tan llena estaba la casa de los regalos de agradecimiento que les había enviado la gente del pueblo.
De nuevo en ruta, la Verdad reflexionó:
—Yo siempre soy sincera y valoro la franqueza por encima de todas las cosas, pero lo cierto es que en el mundo hay muchos mentirosos y de eso, en parte, la culpa es de la propia gente, que prefiere creer cualquier embuste antes que aceptar la verdad. Además, hay personas tan simples que pagan muy caras las mentiras, cuando escuchar las verdades les saldría gratis. ¡Esto no hay quién lo entienda!”
Saque cada quien sus conclusiones.