¿Consenso o conflicto?

¿Consenso o conflicto? 1 de marzo de 2022

Hernán Ochoa Tovar

Chihuahua, Chih.

“Al final, la paz sólo puede lograrse mediante la hegemonía o el equilibrio del poder”: HENRY KISSINGER (Ex Secretario de Estado de los Estados Unidos, 1973-1977).

Un dilema bizantino que se presenta, tanto en la sociología como en la política, es si las sociedades deben procurar el consenso o el conflicto. La solución suele dirimirse según la ideología del postulante. 

De acuerdo a Emilio Durkheim (padre de la sociología moderna, del estructural funcionalismo, más cercano a las lides conservadoras que a las liberales) la sociedad procuraba el consenso, y aquel que prescindía del acuerdo social caía en la anomia y se le apartaba de la estructura preponderante. 

Para Carlos Marx, en tanto (ubicado en las antípodas de Durkheim, pues se le considera el ideólogo natural de las izquierdas), lo inherente a las sociedades no es este equilibrio artificioso, sino el conflicto perenne; esto, porque entre dominantes y dominados (utilizando categorías marxistas, entre burgueses y proletarios) no puede haber acuerdo posible, y la nueva sociedad se producirá -de acuerdo a sus tesis- cuando la clase trabajadora conquiste el poder y se produzca la consabida “dictadura del proletariado”. 

A pesar de lo contradictorio de las ideas, hay una tesis intermedia: el sociólogo británico Anthony Giddens, (ideólogo de la “Tercera Vía” y asesor de Tony Blair), preconiza que ambos estados se suceden, pues las sociedades no pueden estar en el marasmo eterno; pero tampoco en el conflicto perpetuo. 

Quizás la idea de Giddens es más cercana a la realidad actual, o, por lo menos, a las democracias liberales que pulularon como panacea luego de la caída del Muro de Berlín y la consagración neoliberal (Francis Fukuyama, dixit); no así, algunos regímenes ubicados en los extremos ideológicos, los cuales utilizan al conflicto como cemento, más que como un resumen a vencer.

En este sentido, un aspecto que podemos visualizar en la política mexicana moderna, es una especie de consenso a través de la negación o nulificación del otro. 

Durante gran parte del viejo presidencialismo (1929-2000), el PRI cuasi monopolizó la representación política. En lo que parecía una especie de alusión anacrónica a las palabras de Fidel Castro (“dentro de la revolución todo; fuera de la revolución nada”) la maquinaria tricolor aceptó a tirios y troyanos siempre y cuando cumplieran con los postulados, los ideales y el costumbrismo del partidazo. 

La oposición, si bien existía, era tolerada, pero no se le visualizaba en igualdad de condiciones. Durante gran parte del “Nacionalismo Revolucionario” el PAN era un contendiente menor del PRI; mientras las izquierdas dejaron de tener representatividad durante casi 40 años. 

El PPS lombardista – y posteriormente el PST, de Aguilar Talamantes- eran de lo poco permitido de ese espectro, durante el proceso histórico en cuestión.

La transición a la democracia tuvo la virtud de otorgar un lenguaje común a los contendientes. Sin embargo, aunque el árbitro pasó a ser imparcial a partir de la creación del Instituto Federal Electoral (IFE) en 1990, siguieron existiendo taras que demeritaban al quehacer del oponente. 

Ejemplo de ello es que gran parte de la maquinaria del estado siguió respondiéndole al PRI hasta el ocaso del sexenio de Enrique Peña Nieto (2012-2018) y la “democracia sindical” fue casi letra muerta en muchos de los gremios nacionales, hasta la llegada de la 4T (que, formalmente, libró a los sindicalizados de sus viejos liderazgos).  

Empero, poco a poco se fue estableciendo una cancha pareja, donde el adversario pasaba a tener legitimidad, a contrapelo de los viejos tiempos del tricolor, cuando el PRI se detentaba como el heredero del metarrelato revolucionario.

Por otro lado, hablando del contexto actual, puedo decir que estamos vivenciado un proceso inédito. Decir que Andrés Manuel López Obrador ha prodigado el conflicto sería caer en un cliché demasiado manido. Aunque reconozco que lo ha hecho, ha tenido una manera singular de llevarlo a cabo, tendiendo puentes con algunos sectores estratégicos, hecho que a continuación explicaré con claridad:

Aunque, en efecto, ha dividido su gobierno en dos flancos (conservadores y liberales) emulando el viejo orden social decimonónico, la división suele ser nebulosa. Esto, porque dentro de los liberales entran todos aquellos que simpatizan con Morena, la 4T y la causa del tabasqueño; mientras en conservadores todo el flanco que se le opone, en diversas magnitudes.  

Los “conservadores” han recibido su réplica durante sus alocuciones matinales, pero -hasta donde podemos saber- no han sido molestados más allá de la retórica. 

No ha habido la persecución política que desataron algunos ex integrantes del viejo PRI, contra adversarios o personajes que les resultaban incómodos (Echeverría utilizando todo el aparato del estado contra Julio Scherer, por ejemplo; o Salinas, haciendo lo propio contra integrantes del naciente PRD).

En cuanto a los gobernadores y alcaldes de oposición, parece que ha tenido una relación, si no de amistad, por lo menos de cortesía y política. 

A pesar de que en cierto momento del sexenio germinó la autodenominada “Alianza Federalista”; la misma pareció ser llamarada de petate y, hoy, a la mitad del sexenio, ha conseguido un puesto en el reparto del olvido. 

Tanto, que los nuevos gobernadores del PAN (Mauricio Kuri, Maru Campos) han preferido llevar la fiesta en paz, en lugar de enzarzarse en conflictos sexenales. Los del PRI, en tanto, han encarnado una paradoja, pues mientras a Fox y Calderón los criticaron -y hasta los combatieron-, a López Obrador se le han cuadrado y han parecido entenderse bien. 

Baste ver la relación de respeto que ha prevalecido entre Omar Fayad y AMLO en el curso del sexenio; a Alejandro Murat defendiendo el proyecto de Reforma Eléctrica obradorista;  y a Del Mazo -flamante integrante del grupo Atlacomulco- queriendo llevar la fiesta en paz con los personeros de Palacio Nacional.

El mismo tenor podemos visualizarlo con el empresariado: mientras el Presidente ha tenido roces con un sector del mismo (De Hoyos, Claudio X. González) -alguno del mismo ligado a la vieja guardia neoliberal-, ha procurado entenderse con los más importantes del país, con los cuales ha prodigado la cordialidad (Slim, Larrea, Bailléres, Salinas Pliego, Alemán). 

Mientras,  en un momento, X. González se jactaba de haber tramitado un aluvión de amparos contra las políticas sexenales; Slim y compañía iban a comer a Palacio Nacional, y hasta compraban cachitos para el avión presidencial, quizás más por pragmatismo que por cuestiones ideológicas. 

En suma, creo que, aunque López Obrador ha avivado el conflicto y ha sido el caudal sobre el cual ha transitado su sexenio, se ha ocupado de ser el refferee y de hilar fino para que sea su narrativa la que prevalezca. 

Hasta ahora le ha funcionado, pues, habiendo transitado poco más de la mitad de su gestión, aún tiene un importante apoyo popular, no obstante los claroscuros presentados en diversas áreas. 

Aun así, los primeros meses del 2022 parecen haberle demostrado que el conflicto puede surgir fuera (“La Casa Gris”, dixit) y él no siempre podrá ser el árbitro que controla el quehacer sexenal. 

Empero, considero que aún es pronto para diagnosticar finales: si algo ha demostrado López Obrador es que sabe remontar la adversidad. 

Cuando creó MORENA, en 2013, había quien dudaba de él y sorprendió dándole el sorpasso a toda la partidocracia nacional en 2018. 

Lo que siga está por verse. Hay un universo de posibilidades.

Hernán Ochoa Tovar

Maestro en Historia, analista político.