Chihuahua, Chih.
*Ilustración: «Parejas», de Alfredo Espinosa
La elección de una pareja es azarosa.
Los noviazgos prolongados no se convierten, necesariamente, en matrimonios perdurables. Aunque los miembros de una pareja reflexionen, calculen y sopesen las razones por las cuales se unen, es poco probable que su decisión los encamine con mayor certeza a la feliz estabilidad.
El saber acerca de la pareja elegida no defiende de un eventual infortunio.
Al igual que los novios, la Iglesia y el Estado se dan la mano para consagrar el matrimonio. Ambos otorgan a esa unión la solemnidad y la trascendencia que en otros lugares ya se ha perdido; ambos informan y comprometen a los contrayentes a jurar sobre la Biblia o la Constitución que habrán de cumplir las responsabilidades que en la culminación de esa ritual adquieren.
La pareja, a través de este acto, indisoluble según la Iglesia porque, dice, es unida por Dios, se debe fidelidad y lealtad en las buenas y en las malas.
En verdad es un gran compromiso. Nadie puede casarse sólo un poquito. El matrimonio, que unos definen como la tumba del amor, abandonará su vuelo para arraigarse; su fuente de transfiguraciones se detendrá para dar paso a un amor más bien ordinario. Pero esto también los mantendrá en un apacible estadio ético y religioso que aquietará las turbulencias de sus corazones.
Las buenas intenciones respecto al amor proponen que sea una serena domesticación, porque ésta es la manera más eficaz para lograr un mayor arraigo para que los imperativos sociales se realicen, es decir, que la pareja siga siendo el elemento esencial para la conformación de la familia, esa célula social a través de la cual se reproducen los modelos sociales dominantes.
Y así, la pareja pasa, de la noche a la mañana, de ser novios y amantes que disfrutan de las fiestas con los amigos, las cuitas románticas y los arrebatos del deseo, a ser esposos honorables.
Y muy rápidamente los esposos modifican sus roles y se convierten en asiduos trabajadores, proveedores y padres. Todo sucede en un parpadeo y de manera vertiginosa.
Casi todos los cónyuges cuando inician poseen una economía precaria que se desestabiliza aún más cuando se plantean conseguir lo necesario para fundar una familia: la casa, los alimentos, el vestido, la educación, el transporte, etc., lo que conlleva a reforzar los esfuerzos laborales, y esto necesariamente repercutirá en el descuido de algunos de los diversos roles de pareja.
El proceso de trabajo suele tener jornadas tan agobiantes y atmósferas tan contaminadas que provocan fatigas o situaciones estresantes que inducen a quienes los padecen a buscar “reventarse” o “premiarse” para recuperar la persona libre que eran. Los gatos desean volver a ser tigres. Y algunos prosiguen con su vida de soltero que, entre otras aventuras, incluye la de la caza. O bien, cansados, sólo encuentran en su casa un refugio al que desembocan como un fardo.
Pero en casa esperan otras responsabilidades: la otra persona espera compartir, comunicarse, divertirse, ser auxiliada en los interminables quehaceres domésticos, ser satisfecha en las demandas afectivas, etc., cuando el otro está a punto de desfallecer.
Los caminos empiezan a bifurcarse. Denis de Rougemont afirma que la fidelidad al matrimonio es la menos natural de las virtudes y la más desventajosa para la felicidad. Es el triunfo de un esfuerzo inhumano, un gusto mezquino hacia el confort y el conformismo, un defecto de la imaginación y un cálculo sórdido de intereses.
Una de las batallas que los esposos habrán de librar es la de relacionarse, de manera obligada, con las familias del cónyuge porque se casan en paquete familiar.
La promesa de extender la red de relaciones suele cumplirse pronto, y a veces se enriquece notablemente la vida de ambos, sin embargo, en alguno de estos paquetes vienen incluidas suegras insufribles, cuñados de peor calaña, amigos malas cabezas, tías sabelotodo, etc. Y al invitarlos a casa es como meter un gato a un palomar.
Los escenarios empeoran cuando llegan los hijos. Los hijos, por su condición, obligan a los padres a ser cuidados, criados, educados con esmero, y no tardan en convertirse en unos tiranos que impiden el cultivo cálido de la pareja.
Los hijos son indudablemente una extraordinaria fuente de afectos, pero también una cuña que separa a los esposos porque ambos se mueven en torno a las necesidades de los críos, mientras que en los otros roles mantienen están obligados a mantener el mismo nivel de exigencias.
En este rápido recuento aparece en el corazón de los esposos la mutua desilusión. La desilusión es ese proceso por el cual ambos miembros de la pareja descubren al otro ya sin las proyecciones idealizadoras que les adjudicaron en la etapa del enamoramiento.
El otro ahora es otro, desconocido. La imagen se quiebra y aparece la persona real. Las cualidades desaparecen y comienzan a manifestarse los defectos de carácter. Los desacuerdos se transforman en fieras luchas de poder en donde se pierde toda sutileza o la capacidad para la negociación o el reacomodo.
Aunque la anterior descripción no aplica a muchos casos, la estadística y la psicología nos inducen a pensar que este itinerario es más frecuente de lo que se pensaba.
¿Habrá que repensar otras formas de vivir en pareja?
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